Albert asintió con su usual aplomo, la petición de Yago ya grabada en su mente con la precisión que lo caracterizaba. Su profesionalismo era inquebrantable, incluso frente al visible agotamiento del CEO. Había servido a la familia Castillo durante años, y si algo sabía, era leer las señales, incluso las más mínimas. El rostro de Yago hablaba por sí solo: hombros caídos, mirada apagada, los pliegues de tensión en la frente que ni siquiera el silencio lograba suavizar.—Será un placer servirle, señor —dijo Albert, con voz serena y eficiente, ya girando sobre sus talones para dirigirse a la cocina. Su andar era elegante y medido, como si incluso sus pasos obedecieran un protocolo invisible. Pero justo antes de desaparecer por completo tras el arco del recibidor, se detuvo. Algo, quizá un detalle menor, una intuición, lo hizo volver el rostro levemente.—Señor… —dijo con cautela, como si calibrara cada palabra—. Perdone mi sugerencia, pero por esta única ocasión, y dada la hora, me gustar
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