Yago abrió la puerta del departamento, el peso del día arrastrándose con él. El eco del escándalo de Belem resonaba en su cabeza, un zumbido constante que no lo había abandonado desde que la noticia estalló. Su ropa estaba arrugada, su corbata aflojada y la barba incipiente marcaba el cansancio de horas de llamadas, reuniones de emergencia y el intento fallido de contener la hemorragia mediática. Su mente estaba saturada, pensando en cada movimiento legal, cada estrategia de relaciones públicas, y en la amarga propuesta de Belem.
Caminó unos pasos dentro del recibidor, con la mirada perdida en la alfombra, sumido en sus pensamientos, ajeno a todo lo demás. La penumbra del recibidor, que contrastaba con la agitada luz de la ciudad que había dejado atrás, ofrecía un breve respiro. Estaba a punto de quitarse el saco cuando, de repente, una figura impecable apareció de la nada, haciéndolo saltar del susto.
—¡Ah! —exclamó Yago, su voz resonando con una mezcla de sorpresa y una inmensa conf