34. Mi sanador.
El mundo de Kael no se había disuelto en la niebla como para los demás. Para él, la transición fue diferente. El canto lo envolvió, sí, pero en lugar de arrastrarlo a un sueño plácido o a una sumisión grotesca, se estrelló contra el muro de hierro de su orgullo. Escuchó la melodía, sintió su tirón seductor, pero su mente, siempre tan lógica y despectiva, la rechazó como un virus. No era inmune, pero su desdén era un anticuerpo poderoso.Sin embargo, sea lo que sea que estuviera en esa laguna no se rendía tan fácilmente. Si no podía hechizarlo con dulzura, lo confrontaría con horror.El canto cesó de repente, y el silencio que lo reemplazó fue peor. Entonces, del agua oscura y ahora tranquilamente ominosa, comenzaron a emerger figuras. Una por una, salieron de las profundidades, goteando agua cenagosa, con la piel tan pálida que parecía fluorescente contra la penumbra. Eran réplicas perfectas de sus compañeros: los gemelos, con sus sonrisas habituales pero ahora torcidas en muecas sini
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