29. Los magos son malos.

La cercanía era un océano y Eryn se ahogaba en él voluntariamente. Maldita sea, cómo anhelaba que los labios de Evdenor, aquellos que siempre estaban torcidos en un gesto de desdén o fruncidos en una orden, se sellaran sobre los suyos en una danza feroz y caliente. Una que le robara el aliento, la cordura y hasta la fuerza en las piernas, obligándolo a aferrarse a algo—a él—para no desplomarse en un montón de sensaciones. Lo deseaba con una intensidad que le quemaba las entrañas, y tenerlo ahora a solo un suspiro de distancia, mirándolo con una crudeza y un anhelo que nunca antes le había dirigido, era una tortura exquisita.

Eryn, en el fondo, siempre había sido tímido. La inexperiencia era un manto que llevaba con pudor. Su primer beso, torpe y arrebatado, se lo había robado precisamente a este hombre, y había sido como probar un veneno dulce: adictivo y letal para su paz mental.

Sin saber de dónde brotó la valentía—quizá del mismo pozo de deseo que lo estaba consumiendo—, Eryn po
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