A la mañana siguiente, un llanto ahogado, justo detrás de mi puerta, me arrancó del sueño. Me incorporé de golpe, con el corazón desbocado, y corrí hacia el pasillo, descalza, con el alma en vilo.—¿Qué pasa, Darío? ¿Qué tienes, mi amor? —pregunté con urgencia, agachándome frente a él.El pequeño levantó el rostro lentamente. Sus mejillas estaban bañadas en lágrimas, y en sus ojos oscuros se entremezclaban la tristeza y un rencor contenido que me rompió el alma. Esta vez no parecía asustado de mí. Sus ojos llenos de dolor rogaban alivio, ayuda.—Alan… es Alan, por favor… por favor, no dejes que… —su voz se quebró, el llanto lo interrumpió y no pudo continuar.—¿Qué pasa con Alan? ¿Darío? —insistí, sintiendo cómo un nudo helado se apretaba en mi pecho. — ¡ Contéstame, Darío! ¿ Que está pasando ? Pero mis palabras solo parecieron intensificar su angustia. Con un gemido ahogado, se apartó de mí, sus pequeños hombros sacudidos por el llanto, y salió corriendo escaleras abajo.Me quedé u
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