La noche se cernió sobre Barcelona como un sudario gris, y con ella, una tormenta que no anunciaba la radio. Las calles del Eixample, que antes bullían de vida, quedaron desiertas bajo una lluvia repentina y torrencial que golpeaba los cristales del hotel con furia. Clara Romero observaba los relámpagos que rasgaban el cielo desde la ventana de su habitación, un trueno lejano haciendo vibrar los cristales. La cena con el detestable Gustavo Roca y la inesperada, feroz, defensa de Marcos Soler seguía repitiéndose en su mente. Él, el hombre de hielo, había ardido por ella. La imagen de Marcos, erguido como una fortaleza, interponiéndose entre ella y la ofensa, se había grabado a fuego en su memoria.Se cambió a una pijama cómoda, se preparó un té de manzanilla y cogió su cuaderno. Quería escribir, plasmar la turbulenta intensidad de la jornada. Pero las palabras se le escapaban, no porque estuviera bloqueada, sino porque la realidad de lo vivido superaba con creces cualquier ficción q
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