—Bueno. Parece que ha vuelto la luz. —La voz de Marcos era más fría ahora, el muro de hielo reconstruido.
—Sí. —Clara sintió la pérdida de la intimidad de la oscuridad.
Marcos se levantó. —Volvamos a nuestras habitaciones, señorita Romero. Ha sido un día largo.
Clara asintió. Ambos salieron de la sala de estar, el silencio entre ellos ahora cargado de una nueva conciencia. En el pasillo, sus manos se rozaron accidentalmente. Un roce breve, eléctrico, que hizo que a Clara se le erizara la piel. Marcos retiró su mano con rapidez, como si se hubiera quemado. Ella lo miró. Él no le devolvió la mirada.
Al día siguiente, el viaje de regreso a Madrid en el AVE fue una prolongación de esa tensión. Ambos trabajaron en sus laptops, inmersos en sus tareas, pero la distancia entre ellos no era la misma. Cada mirada fugaz, cada roce accidental al recoger una carpeta, se sentía cargado de un significado tácito. Los ojos de Marcos, de vez en cuando, se posaban en ella, un atisbo de curiosidad, quizá