Ella permanecía inmóvil. Las manos juntas sobre el regazo, la cabeza inclinada ligeramente. No lo miraba. En ningún momento lo había hecho durante todo el sermón. No por desafío, no por arrogancia… sino por una serenidad distinta, una especie de calma inquebrantable que contrastaba con todo lo que Entienne había visto en otros creyentes. Era como si supiera algo que él aún no comprendía.—Obedecer a Dios —continuó él, con voz más firme—, no es una sugerencia. Es un mandato. Incluso cuando no comprendemos, incluso cuando no estamos de acuerdo, debemos obedecer.Cerró el misal con decisión y bajó lentamente del púlpito. Caminó por el pasillo central hasta quedar a unos pasos de Eira. Se detuvo allí, con su sombra proyectándose sobre ella. La miró… pero ella mantuvo los ojos bajos.—Hermana —dijo con voz más baja, para que solo ella y las más cercanas pudieran oír—, ¿usted comprende el valor de la obediencia?Eira alzó apenas el rostro, sin mirarlo directamente a los ojos. Sus pestañas t
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