El restaurante elegido por Catalina no era precisamente discreto. De grandes ventanales de vidrio, decorado con tonos ocres y maderas nobles, y con una terraza que permitía ver el vaivén elegante de las calles madrileñas, era el tipo de lugar donde uno podía perderse… o ser fácilmente encontrado.Entonces, y apenas cruzaron el umbral, la anfitriona —una joven de moño impecable y sonrisa entrenada— las condujo hacia una mesa reservada junto a la ventana.—Catalina de la Cruz como siempre, un placer tenerla —dijo, antes de retirarse con la misma elegancia con la que había llegado.Sofía se quitó el abrigo, y por un instante, se sintió expuesta. No sabía si era por los ojos de los comensales, por la brillante decoración o por lo que ocurría dentro de su mente desde hace días. Catalina, sin embargo, parecía completamente a gusto, moviéndose con la gracia que daban los años de práctica en ese tipo de ambientes.Pidieron café y dulces suaves, y justo cuando Sofía comenzaba a relajarse, el s
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