La mañana había transcurrido con una aparente calma. Los rayos del sol se filtraban por las grandes ventanas de la Residencia Fort, y el aire tenía ese leve perfume a jazmines que parecía envolver toda la propiedad con una suavidad engañosa.
Sofía, aún con el corazón alterado por el desayuno inesperado con Naven, intentaba concentrarse en repasar su defensa. Los papeles estaban organizados sobre la mesa del salón, el té aún humeaba en la taza, y Ares dormía hecho un ovillo sobre el alféizar de la ventana.
O al menos, eso creía.
Pasaron apenas unos minutos. Sofía alzó la mirada, como si algo invisible le hubiese tocado la piel. La ventana estaba vacía.
—¿Ares? —llamó suavemente.
Silencio.
Se levantó de inmediato, con la angustia agitándole el pecho.
—Ares… ¿Dónde estás, pequeño?
Caminó por todo el departamento. No estaba en su habitación, ni en el baño, ni debajo de la mesa. Corrió al pasillo, cruzó la puerta y entró al corredor principal de la residencia.
—¿Ares? —repitió, ahora más f