Rubén sintió como si estuviera frente a una pantalla de televisión que no dejaba de acercar la imagen, más y más. En ella, tres figuras se materializaron y caminaron hacia él, cada vez más nítidas. Con gran sorpresa, reconoció que el más pequeño no era otro que él mismo de niño. Junto a él, un hombre con uniforme militar sostenía una vara delgada y lo miraba con atroz severidad. Su madre, con el rostro bañado en lágrimas, observaba a su hijo y luego dirigía una mirada suplicante a su esposo, pero aquel hombre, de aire recto e inflexible, ni siquiera se dignó a mirarla.—Rubén, ¿ya entendiste lo que hiciste mal? —retumbó una voz, profunda y autoritaria.El hombre mantenía la espalda erguida, la vara que sostenía en la mano se alzaba amenazante.El pequeño Rubén, con su camisa blanca manchada, mantuvo la mirada fija en su padre con firmeza, aunque le temblaban las piernas.—Vaya, qué valiente —dijo su padre—. Rompiste mi jarrón, ensuciaste tu ropa, ¿y todavía no vas a admitir tu error?
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