El aire en la prisión esa noche era distinto. Pesado, expectante. Hernan Castillo, ahora conocido por todos como Suga, permanecía sentado en el borde de su cama, repasando mentalmente cada paso del plan. A su lado, David afilaba la mirada como un depredador listo para atacar.—Recuerda, pase lo que pase, no voltees atrás —le advirtió David en voz baja— Si lo haces, estás muerto.Hernan asintió sin levantar la vista. Él sabía que, en un motín, la duda era un lujo que nadie podía permitirse. Afuera, las luces de seguridad titilaban, y el sonido metálico de las rejas golpeando se confundía con murmullos entre celdas. Todos estaban listos.A la señal convenida, tres golpes secos en la tubería, el caos estalló. Gritos, el estruendo de objetos metálicos chocando contra barrotes, y el eco de botas de guardias corriendo por los pasillos. Suga y David se movieron como sombras, aprovechando cada segundo que los demás presos les daban como cobertura.Los prisioneros más corpulentos bloquearon lo
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