Después del enfrentamiento que tuvo con Orestes, Eirin abandonó la casa para irse al bufete con la frente en alto. Los nervios que atravesaban su cuerpo de estómago hasta el corazón, comenzaban a sentirse en una punzada de cabeza atenazante, pero aun así no se detuvo. Salió de la casa y abordó su automóvil. En el pasado, Eirin había aprendido a caminar en puntas de pie dentro de su propia casa. No por elegancia, sino por miedo a no hacer enojar a Orestes. Cada rincón del lugar —impecable, brillante, lujoso— era un recordatorio cruel de su encierro. A ojos ajenos, vivía en un palacio: mármol italiano reluciente, muebles antiguos traídos desde Florencia, cortinas de terciopelo grueso que no solo bloqueaban la luz natural, sino que parecían diseñadas para silenciar también su voz, sus pensamientos, su voluntad.Al principio, confundió ese encierro con protección. Recién casada, se sintió deslumbrada. Pero no fue por amor genuino, no por una conexión profunda con Orestes. Lo que sintió e
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