El silencio del bufete era denso, opaco, como si el aire se hubiera coagulado en los rincones. Ethan estaba allí inovil frente al ventanal de su despacho, ya el personal se había retirado, o debían quedar muy pocas personas, eran pasadas las ocho de la noche. Permanecí ahí con la vista clavada en la ciudad que se desplegaba abajo como un tapiz indiferente de luces y movimiento. Pero para él, todo lo externo se había vuelto ajeno. Irrelevante.
Sus hombros estaban tensos, la mandíbula firme como si mordiera algo invisible. Las manos, cerradas en puños, colgaban a ambos lados de su cuerpo, listas para estallar o defender.
Dentro de él, no había silencio. Solo un caos, un incendio, una pregunta sin respuesta que ardía con una violencia rabiosa.
«¿Qué carajo estoy haciendo?», se preguntó en la mente con furia contenida.
Pero no podía apartar los pensamientos, dejar de que su mente rememorara una y otra vez la sensación de saborearla aún en su boca; pese a su deseo de odiarla, la dulzura ag