La lluvia golpeaba con furia los ventanales del despacho de Ethan, como si intentara irrumpir en ese santuario de sombras, verdades no dichas y pulsiones contenidas. El cielo parecía en guerra consigo mismo, igual que Eirin mientras empujaba la puerta y se adentraba en ese espacio que no había pisado desde hacía dos días. Dos días desde aquel roce electrizante. Desde la noche en que la idea de él se había instalado en su piel como una fiebre silenciosa.
Ethan no alzó la vista de inmediato. Permanecía inclinado sobre unos documentos, con el ceño levemente fruncido y la mandíbula apretada, como si resistiera algo más que un dato impreciso en un expediente. Como si se resistiera a ella.
Eirin no planeaba verlo tan pronto. No así, sin barreras. No después de haber descubierto esa grieta en la fachada inquebrantable de su propio matrimonio. Y menos después de haber dado con una pista tan inquietante como reveladora: el nombre de la que cree la madre de Ethan vinculado, hace décadas, a los