— Charles SchmidtPor fin, después de días que parecían eternos, la gran verja de la mansión Schmidt se abrió ante nosotros. El coche avanzó lentamente por el camino de grava, crujiente bajo las ruedas, entre los jardines cuidados y las estatuas de mármol que, a pesar de la costumbre, siempre me parecieron frías y distantes. Había algo en el regreso a casa que, esta vez, no se sentía como un alivio, sino como una pesada responsabilidad.Mientras me ayudaban a bajar, sentí el dolor latente en mi cuerpo como una punzada sorda, un recordatorio de todo lo ocurrido. Pero lo importante no era eso. Lo importante era Andrés, mi hijo, que caminaba a mi lado, pequeño y frágil, aferrado a mi mano con la fuerza de quien teme perderse en cualquier momento. Rebeca, siempre atenta, iba a nuestro lado, y en el recibidor nos esperaba mi padre, firme como una estatua pero con la mirada encendida por la preocupación.—Hijo, ¿cómo estás? —preguntó, su voz grave pero cálida.—Bien, papá. —Estoy bien —res
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