El sol entraba por los ventanales del despacho de don Rafael, pero no conseguía calentar el ambiente. Afuera, el otoño comenzaba a dorar los árboles de la avenida, pero él apenas lo notaba. Estaba sentado en su sillón de cuero, rígido como una estatua, con un sobre cerrado entre las manos. Lo había traído su informante personal esa misma mañana. Un sobre sencillo, sin remitente, que contenía una sola hoja con una frase que le había dejado el alma revuelta:“Clara está embarazada”.No necesitaba más detalles. No necesitaba confirmaciones ni pruebas de laboratorio. Lo supo de inmediato, con esa certeza seca y absoluta que da la sangre. Ese niño era su bisnieto. Y Gonzalo, el idiota de su nieto, aún no tenía ni idea.Se puso de pie con lentitud, como si cada vértebra le pesara una década, y caminó hasta el ventanal. Miró su reflejo, las arrugas marcadas como surcos de batalla. Sus ojos, aún firmes, brillaban con una mezcla de orgullo, furia y tristeza.—Qué estupidez, Gonzalo... —murmuró
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