El estudio de Gonzalo estaba sumido en un silencio espeso. Don Rafael, sentado al extremo de la mesa, hojeaba los últimos informes con una lentitud calculada. Sus ojos, aún firmes pese a los años, se detenían en cada cifra, cada transferencia, cada nombre. Frente a él, Gonzalo no lograba disimular su impaciencia.
—Los abogados dicen que tenemos suficiente para presentar una acusación sólida —dijo el joven Ferraz, pasando una mano por su nuca con nerviosismo—. ¿Por qué no los detenemos ya?
Don Rafael alzó la mirada.
—Porque si actuamos ahora, Fernando y Valeria escaparán antes de que el juez siquiera firme la orden. No podemos permitirnos una victoria a medias, Gonzalo. Quiero justicia… no venganza a medias tintas.
Gonzalo cerró los puños sobre la mesa.
—Clara sigue cargando con la culpa. La gente murmura, la empresa tambalea. ¿Y nosotros aquí, esperando?
—Estamos cazando una serpiente —replicó su abuelo, con voz baja—. No se pisa una serpiente hasta que se tiene claro dónde está su ca