Todos los capítulos de Al ritmo del peligro: La dama y el jefe.: Capítulo 81 - Capítulo 90
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80. El arte de moldear muñecas.
Narra Ruiz.Los motores rugen como bestias hambrientas en la calle mientras las luces parpadean, volviéndose locas bajo los disparos.Corro, o más bien cojeo a toda velocidad, con la sangre pegajosa en mi pierna, las costillas doliéndome como si me hubieran embutido un puño de hierro caliente.Pero no me importa.Estoy vivo.Y más que eso: estoy ganando.Detrás de mí, Clarita viene cubriéndome, disparando sin piedad contra cualquier sombra que se mueva.La pelirroja —Carla, creo que se llama— le sigue el ritmo, riéndose como una chiquilla que acaba de robar una joyería.—¡Por acá, jefe! —grita Clarita, apuntando hacia un portón trasero medio oxidado.Jefe.¿Escuchaste eso, Lorena?Jefe.Río bajo mientras nos lanzamos contra el portón, lo derribamos entre hombrazos, patadas, y una descarga de rabia contenida.La noche nos recibe afuera, sucia y gloriosa, como una amante olvidada.Un par de motocicletas esperan.Otras dos chicas —las más jóvenes, las más impresionables— ya están montada
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81. El precio de caer.
Narra Lorena.El humo aún serpentea por el aire, denso, sucio, impregnado de pólvora y traición, mientras camino tambaleándome entre los restos del almacén devastado, con la chaqueta rasgada, los nudillos ensangrentados, y esa punzada en el pecho que no tiene nada que ver con las heridas físicas.Detrás de mí, las pocas chicas que no huyeron junto a Ruiz caminan con pasos inciertos, mirando a su alrededor como animales huérfanos en medio de la selva quemada; sus rostros, antes encendidos de valentía, ahora sólo muestran una mezcla de miedo y decepción, como si ver mi caída hubiera roto algo irreparable entre nosotras.En el fondo del almacén, donde las sombras apenas dejan filtrar la luz de la tarde moribunda, los socios aguardan: hombres pesados de mirada lenta y bocas torcidas, tipos acostumbrados a ver cadáveres mucho antes de mancharse las manos, todos ellos vestidos con trajes que huelen más a sudor y desesperación que a poder real.El Tigre, el más grande de todos, un trozo de m
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82. El principio de un imperio.
Narra Ruiz.La noche se traga la ciudad con su manto grasiento de neón y amenazas veladas, y yo la cabalgo como un rey exiliado que regresa a reclamar lo que le pertenece por derecho, no por herencia ni por suerte, sino por la única moneda verdadera en este mundo de ratas y traidores: el miedo.Entro al salón trasero de "El Carbón", un restaurante de fachada elegante donde los manteles blancos no alcanzan a cubrir el hedor a corrupción que se cuela en cada fisura; aquí, en esta sala con paredes de madera vieja y luces tenues, los verdaderos negocios se cosen con hilos de sangre y billetes manchados.Ya me esperan.Los rostros que conozco bien, los nombres que he visto firmar pactos con navajas en lugar de plumas: Gaviria, con su cara de vendedor de seguros, su voz melosa y sus manos demasiado suaves para un tipo que manda a otros a descuartizar; Morales, ese perro viejo de la vieja guardia, con su mirada hundida en el fondo de una botella aunque no haya bebido todavía; y Santos, el má
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83. Tierra quemada.
Narra Ruiz.Cuando decido que algo me pertenece, no hay cielo ni infierno que pueda salvarlo de mis manos, y esta ciudad, llena de promesas oxidadas y secretos podridos, late bajo mis botas mientras avanzo, barrio por barrio, como una plaga de la que nadie puede escapar.La estrategia no necesita de sutilezas. En este mundo, el primero que golpea es el que escribe las reglas, y yo no pienso quedarme corto.Los pequeños grupos que jugaban a ser capos tiemblan al primer rumor de mi nombre, al primer rugido de mis hombres tomando bares, mataderos, garitos olvidados por la ley; no les doy tregua, no les dejo soñar con resistir.Quiero que entiendan que esto no es una negociación: es una sentencia.Me bajo del coche —un Charger viejo que ruge como un animal salvaje— frente al "Garza Negra", uno de esos antros de mala muerte donde todavía creen que la autoridad es una pistola en la cintura y una palabra más alta que otra.Clarita está a mi lado, sus ojos grandes brillando de emoción, como s
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84. Bajo pieles falsas.
Narra Ruiz.La noche cae como un manto sucio sobre la ciudad que empieza a susurrar mi nombre con miedo, con respeto, con la inevitable resignación de quien sabe que la muerte puede venir vestida de traje negro o de carcajada ronca, dependiendo de mi humor.Estoy en el fondo del "Cuchillo de Plata", un puto tugurio donde el techo amenaza con venirse abajo y el whisky sabe a traición, pero es el lugar perfecto para escuchar a las ratas cuando huyen del barco.Clarita se sienta a mi lado, demasiado cerca, su perfume empalagoso intentando colarse en mi nariz, en mi cabeza, en mi sangre, como si pudiese poseerme a fuerza de insistencia.Ella ríe, me roza el brazo, se ofrece en miradas y sonrisas que serían conmovedoras si no fueran tan desesperadas.Y mientras me sirve otra copa, mientras ríe de algo que no dije, el soplón entra al bar, mirando hacia los rincones, nervioso, como quien sabe que una palabra mal dicha puede costarle el alma.Me reclino hacia atrás, el vaso entre los dedos, d
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85. El Arte de criar serpientes.
Narra Ruiz.La ciudad se derrama frente a mí como una amante demasiado conocida, sucia, impredecible, peligrosa, y mientras el Charger devora calles olvidadas por Dios, yo pienso en la manera más elegante de clavar un cuchillo sin que la víctima siquiera sienta la hoja rozando su piel.No se trata de balas, no esta vez.No se trata de romper, sino de moldear.Clarita.La pobrecita está perdida.Obsesionada hasta los huesos, hambrienta de algo que nunca va a tener, pero que yo, en mi infinita generosidad, estoy dispuesto a venderle en dosis pequeñas, justas, adictivas.Sonrío para mí mismo, un gesto frío que se refleja en el parabrisas como un mal augurio.Cuando entro al "Cuchillo de Plata" otra vez, ella ya me está esperando, como una perrita bien entrenada, su vestido demasiado corto, su mirada demasiado brillante.No hace falta actuar mucho.Me acerco, me dejo caer en la silla frente a ella, aflojo el nudo de la corbata con un gesto cansado y, con una media sonrisa que he perfeccio
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86. Nada como besar el suelo para recordar quién sos.
Narra Lorena.El sabor del polvo y la sangre seca tiene algo de hogareño si has vivido lo suficiente en los márgenes de la ciudad, donde las promesas se descomponen tan rápido como los cadáveres.Me levanto entre los escombros, la chaqueta rasgada, las manos entumecidas por el golpe, y la dignidad... bueno, esa quedó regada por el suelo como el contenido de un bolso barato.A lo lejos, escucho las risas. No las de Ruiz, no. Ojalá fueran las suyas; esas, al menos, sabría cómo arrancárselas de la garganta. No, las risas son de otros, de los carroñeros que siempre merodean cuando el cuerpo aún tiembla.Reconozco a "Pepe el Renco", cojeando como un pájaro torpe hacia mí, acompañado de "La Chola", que mastica chicle con la boca abierta como si el apocalipsis fuera un espectáculo de feria.—Mirá, mirá quién volvió a ser de carne y hueso —dice Pepe, sonriendo como si me ofreciera una limosna en forma de sarcasmo.La Chola no se molesta en disimular su desprecio.—¿Y esta era la que iba a rom
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87. Donde los perros mueren.
Narra Lorena.El olor a humo barato se mezcla con el sudor, el alcohol derramado y la música vomitada por los parlantes rotos. Estoy de pie detrás de la barra, pretendiendo limpiar vasos astillados mientras mis ojos recorren el lugar en busca de amenazas, de caras nuevas, de movimientos extraños. Aquí abajo, la paranoia no es un defecto; es lo que te mantiene viva.La pelirroja, Roxy se hace llamar, se acerca con una bandeja de cervezas temblorosas, mascando chicle como si quisiera romperle el cuello.—¿Te enteraste? —me dice en voz baja, lanzando una mirada rápida hacia las mesas—. El tipo que manejaba el muelle... el gordo Marlow... muerto.—¿Muerto? —repito, limpiando otro vaso con un trapo que huele peor que la basura de la cocina.Roxy asiente, tragándose el chicle de un tirón.—Y no fue cualquiera. Fue el Rey. —susurra la palabra con un respeto que no le he visto ni por su propia madre—. Ruiz. El maldito Ruiz.Mi estómago se revuelve, pero sonrío como si no supiera de quién demo
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88. El rey sin corona.
Narra Ruiz.La ciudad se me abre como una puta vieja: cansada, rota, pero aún dispuesta a abrir las piernas para quien tenga el dinero, el poder o las pelotas suficientes.Yo tengo las tres cosas, y cada vez me cuesta menos recordárselo.Atravieso el vestíbulo del Hotel Savoy, el único cinco estrellas que no tiene miedo de alojarme. Los uniformados en la puerta me saludan como si fuera el maldito presidente; alguno hasta se apresura a abrirme el paso, bajando la cabeza con un respeto que no me gané en misa ni en campañas políticas.Me lo gané a golpes, abalazos. Con cadáveres olvidados en las zanjas.Clarita camina medio paso detrás de mí, sus tacones sonando como disparos secos sobre el mármol. Se me pega al brazo con esa devoción ridícula que otros llamarían amor, pero yo sé que es otra cosa: hambre. Sed de que la vea. De que la quiera. De que la toque.En el ascensor privado me lanzo una sonrisa torcida al espejo, ajustándome la chaqueta de cuero negra. El tipo que me devuelve la m
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89. Perro que huele sangre.
Narra Ruiz.La ciudad me pertenece.No porque firmé papeles, no porque pagué impuestos, no porque sonreí en campañas políticas como esos imbéciles con corbata.Me pertenece porque todos, hasta los más honrados, bajan la cabeza cuando paso.Me pertenece porque la compré con sangre y la hipoteco con miedo.A la salida del Savoy, el calor de la noche me pega como un cachetazo, y me subo al coche sin esperar a que me abran la puerta.Clarita se pega a mí como un chicle mascado, con esa sonrisa estúpida que me dan ganas de arrancarle a sopapos, pero en vez de eso, le acaricio la mejilla.—¿Sabés lo que me gusta de vos, Clarita? —le susurro mientras le enredo un mechón de pelo entre los dedos.—¿Qué, amor? —pregunta, casi sin aliento.La miro, deslizando mi pulgar por su boca pintarrajeada.—Que siempre hacés lo que te digo. Aunque sea una estupidez. Aunque no entiendas un carajo.Ella ríe, pensando que es un cumplido.Yo sonrío, porque sé que no lo es.El auto arranca, y en menos de veinte
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