ClaraEl gran salón del Hotel Gran Esmeralda resplandecía bajo una luz dorada que no lograba calentarme. Era hermoso, sí, como sacado de una postal de lujo, pero para mí solo tenía el brillo helado de los lugares donde nadie está realmente a salvo. Llevaba el vestido negro que había elegido sin pensar, como quien se pone un uniforme antes de la batalla. El moño tirante, los tacones, el maquillaje preciso: armaduras inútiles frente a la ansiedad que se me enredaba en el pecho.A mi lado, Leonardo caminaba en silencio. Su presencia era un eco antiguo, tan conocida como incómoda. Aún podía recordar el peso de su cuerpo en mi cama, el aroma persistente a menta que traía de las guardias, y la forma en que nuestras discusiones llenaban la casa sin pedir permiso. Pero hoy todo era distinto. Ya no éramos pareja. Tampoco éramos enemigos. Éramos dos náufragos compartiendo el mismo bote en medio de una tormenta que no elegimos. Había venido con él porque entendía que esto —lo que sea que estuvie
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