Clara
El salón del Hotel Gran Esmeralda destellaba con una luz dorada que no lograba calentarme. Era un lujo gélido, como si las lámparas de cristal y las mesas impecables ocultaran un filo invisible. Mi vestido negro, el moño tirante, los tacones altos: todo era una armadura inútil frente al nudo de ansiedad que me oprimía el pecho. Cada paso sobre el mármol resonaba como un eco delata-silencios. Estaba expuesta, rodeada de elegancia hostil, en un lugar donde nadie parecía estar realmente a salvo.
Leonardo caminaba a mi lado, en silencio, su mano enlazada con la mía. Su calor me resultaba familiar y ajeno al mismo tiempo, como un recuerdo cuya pertenencia ya no era segura. Podía evocar su risa en nuestra vieja cocina, el aroma a menta de sus guardias nocturnas, las discusiones que llenaban la casa como tormentas en expansión. Pero eso era antes. Ahora éramos dos sobrevivientes, unidos por una amenaza que no lográbamos descifrar. Había venido con él porque el miedo era más grande que e