AlonsoEl taller era un mausoleo de máquinas rotas bajo una bombilla que parpadeaba como un pulso moribundo. La lluvia seguía golpeando el tejado de chapa, el aire viciado solo lograba acentuar mi dolor de cabeza. Estaba de pie junto a una mesa cubierta de herramientas sucias, los puños apretados, mientras Martina, apoyada contra un auto desmantelado, encendía un cigarrillo con dedos temblorosos. Frente a nosotros, los dos hombres que debían haber secuestrado a Clara y Leonardo —Raúl y Diego— mantenían la cabeza gacha, sus chaquetas empapadas goteando en el suelo de cemento.—Desaparezcan —ordené, mi voz cortante, apenas conteniendo la furia que me quemaba el pecho—. Salgan del pueblo. Ahora. Nada de llamadas, nada de visitas. Si alguien los ve, estamos acabados.Raúl, el más alto, asintió sin mirarme, sus manos nerviosas jugueteando con un trapo sucio. Diego murmuró algo sobre el pago, pero una mirada mía lo hizo callar. No había espacio para errores. No después de que las sirenas de
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