El sol de la mañana, que unas horas antes prometía un nuevo comienzo, ahora bañaba la ciudad con una luz más madura. Laura, tras su frugal desayuno y la conversación con Helena, había sentido un impulso casi irrefrenable de no volver a encerrarse. Necesitaba aire, espacio, sentir la vida bullendo a su alrededor para contrarrestar la quietud opresiva de la clínica y la soledad de su apartamento, por más que este último fuera su refugio. Vagó sin rumbo fijo durante un rato, permitiendo que sus pies la llevaran por calles que apenas registraba, hasta que se encontró en una plaza arbolada, un pequeño oasis verde en medio del concreto.Se sentó en un banco de hierro forjado, a la sombra de un corpulento samán. El murmullo de la ciudad –bocinas lejanas, risas de niños jugando cerca, el zureo de las palomas– creaba una sinfonía urbana que, por primera vez en mucho tiempo, no le resultaba irritante. Observó a la gente pasar: parejas de la mano, ejecutivos apresurados, ancianos disfrutando de
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