El chasquido metálico del ascensor al llegar a la planta baja fue como el cerrojo final de una burbuja mágica. Laura inspiró profundamente, el aire del vestíbulo, neutro y funcional, contrastando con la cargada atmósfera del apartamento de Daniel que acababa de dejar atrás.
Cada paso hacia la salida del edificio se sentía como un ancla tirándola de vuelta a la gravedad de su vida cotidiana, una gravedad que, curiosamente, ya no percibía tan opresiva.
Afuera, el sol de la tarde la recibió con una caricia tibia, pero la ciudad, con su bullicio y su prisa anónima, le pareció momentáneamente abrumadora.
Los sonidos de los coches, las sirenas lejanas, las conversaciones fragmentadas de los transeúntes; todo era un torrente que amenazaba con ahogar los ecos de los susurros y gemidos que aún vibraban en su piel.
Tomó un taxi, dando la dirección de su casa con una voz que sonó extrañamente serena, incluso para ella misma.
Apoyada contra la ventanilla, observó el paisaje urbano desfilar. Los