La ropa empezó a ser un estorbo, arrancada con prisas febriles, con manos torpes por la urgencia. Los besos se volvieron más profundos, más exploradores, dejando un rastro de fuego sobre la piel.
Laura sintió la tensión acumulada de semanas, meses quizás, deshaciéndose en oleadas de puro placer físico. Los gemidos se ahogaban contra la boca del otro, las caricias eran a la vez tiernas y salvajes, una danza de necesidad y entrega.
Terminaron en la alfombra del salón, entre cojines caídos y prendas olvidadas, sus cuerpos entrelazados en una maraña de miembros y deseo.
Daniel la poseyó con una mezcla de ferocidad y reverencia, cada embestida una afirmación de su anhelo, cada mirada un reconocimiento de la conexión que los unía. Para Laura, fue una liberación catártica.
El mundo exterior, con sus hospitales, sus responsabilidades y sus miedos, se desvaneció, reemplazado por la inmediatez de las sensaciones, por el ritmo primordial de sus cuerpos moviéndose al unísono.
Cuando el primer to