Tres semanas. Veintiún días y sus correspondientes noches se habían deslizado como arena entre los dedos de Laura.
Veintiún días manteniendo una fachada de estoica devoción en la clínica, y veintiún noches robando instantes de febril pasión con Daniel.
La rutina se había instalado con una precisión casi quirúrgica. Mañanas y tardes en la habitación de Alex, leyéndole en voz alta, cambiándole los paños húmedos en la frente, hablándole de trivialidades como si él pudiera escucharla, como si fuera a responder en cualquier momento con una de sus bromas secas.
Y luego, la transformación.
Al caer la tarde, o en alguna excusa inventada de "ir a casa a descansar", se encontraba con Daniel. A veces era en el apartamento de él, otras en hoteles discretos donde nadie haría preguntas.
Esos encuentros eran su válvula de escape, el contrapeso necesario a la quietud opresiva de la habitación de hospital. Con Daniel se permitía ser otra: la mujer deseada, la amante vibrante, la que gemía sin pudor y