Cuando Alondra lo vio entrar en la sala de visitas, sus ojos, hundidos y enrojecidos, se llenaron de una súplica desesperada.Con un quejido ahogado, se arrastró por el suelo hasta quedar frente a él. Sus manos temblorosas se aferraron al bajo de su pantalón.—¡Hermes! —sollozó—. ¡Hermes, viniste! Por favor… ten piedad. No puedo más, ¡te lo suplico! Me torturan, todos los días… me insultan, me golpean, me humillan. No soy más que un despojo… ¡Sálvame! —Sus uñas arañaban el suelo mientras se inclinaba aún más—. Ten piedad de mí… por lo que alguna vez significamos…Hermes la miró en silencio.Su rostro, antes marcado por la ira, se endureció aún más al verla tan arrastrada.Dio un paso atrás con asco, y Alondra, sin su único punto de apoyo, cayó de bruces contra el suelo. Un sonido seco llenó el aire. Se quedó allí, inmóvil, unos segundos… hasta que empezó a reír. Una risa aguda, rasposa, demente. Se incorporó un poco, con los cabellos pegados al rostro por las lágrimas, y lo miró con lo
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