Quince días después.
El sol brillaba tenuemente sobre la entrada de la casa, como si supiera que algo sagrado estaba ocurriendo puertas adentro.
El auto se detuvo despacio frente al jardín, y Hermes bajó con cuidado a Hernán en brazos.
El niño, más delgado, con el rostro pálido y la cabeza vendada, sostenía la mano de su madre con fuerza. A pesar de todo, sus ojos brillaban con una energía distinta. Había sobrevivido.
Había vencido la sombra que lo había llevado al borde.
Darina descendió junto a él con el corazón en un puño. Habían vuelto a casa. Pero no eran los mismos que habían salido quince días atrás.
Cada paso, cada segundo en ese hospital, había cambiado algo en todos ellos.
Rossyn y Helmer los esperaban en la puerta. Apenas vieron a su hermanito, corrieron hacia él, aunque Hermes los contuvo con un gesto suave.
—Con cuidado, aún debe descansar —advirtió.
Pero los niños no pudieron contener la emoción. Helmer fue el primero en abrazar a Hernán, con una gran sonrisa feliz.
—¡Her