Han transcurrido dos semanas en las que permanezco, casi sin excepción, en la quietud de mi habitación. Me sumerjo en los estudios con una disciplina que no recordaba poseer; de cuando en cuando, me aventuro al jardín, buscando en el sol tibio un respiro para el alma. Nikolaus, aunque debió regresar a Alemania para atender asuntos de su familia, no ha dejado de velar por mí a través de videollamadas y mensajes constantes. Antes de partir, se aseguró de dejar seguridad en la casa, gesto que, aunque discreto, ha sido un bálsamo para mis temores.Scott y Marie continúan a mi lado, llenando de compañía los vastos silencios de esta casa. Su presencia es un consuelo sencillo, casi doméstico, pero invaluable. Aun así, hay noches en las que despierto súbitamente, con el corazón en un puño y el pensamiento de que Adán pueda descubrir mi embarazo, como una sombra que no se disipa del todo.—¿Cuándo tienes cita con el doctor? —pregunta Nikolaus durante nuestra videollamada. Su voz grave, inconfun
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