Palermo, 3:14 a.m. La lluvia golpeaba los ventanales como si el cielo supiera lo que estaba a punto de pasar. Vittorio permanecía de pie, en bata, una copa de brandy en la mano, la mirada perdida entre las gotas que se deslizaban por el cristal. Afuera, el mundo dormía. Dentro, su alma gritaba. No escuchó los pasos, pero lo sintió. Ese aroma. Esa electricidad. La puerta del despacho se cerró tras él con un clic suave y firme. —Tardaste —dijo Vittorio sin girarse. —Tu mensaje fue claro, pero no esperaba que aún quisieras verme —susurró Cristian, empapado, el cabello pegado al rostro, la camisa blanca transparente pegada al torso. Vittorio se dio la vuelta lentamente. El deseo, contenido por años de rabia, miedo y decisiones impuestas, le ardía en la sangre. Lo miró sin decir nada, caminó hacia él con una calma que era puro disfraz. —No vengas a provocarme, Cristian —murmuró, sus dedos rozando el cuello húmedo del otro hombre—. No esta noche. —¿Y si vine justo para eso? No hubo m
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