La luz entró limpia, sesgada, filtrada por los paneles como si alguien hubiera calibrado el día para no molestar a nadie. Erika abrió los ojos sin moverse. Lo primero que vio fue la nuca de él, el cabello negro, lacio, esparcido sobre la almohada; la respiración pareja, un descanso que parecía estratégico más que rendido. No era la primera mañana que amanecía a su lado, pero en esta había algo distinto.Se incorporó despacio, apoyando la palma en el colchón. La sábana resbaló. Observó su perfil: la línea recta de la nariz, la mandíbula afilada, ese pequeño hundimiento en la mejilla que no era hoyuelo sino el recuerdo de un golpe viejo. Había cicatrices que no había notado antes: una diagonal pálida sobre la escápula izquierda; un hilo más oscuro que bajaba desde la axila hacia el costado; dos marcas puntuales, simétricas, en la parte posterior del antebrazo derecho. Los tatuajes las disimulaban, pero allí estaban.Erika apartó la mirada y, ya de pie, cruzó la habitación descalza. El t
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