Las pantallas empotradas mostraban rutas, matrículas, bultos de números; hombres y mujeres entraban y salían en silencio, con ese ritmo de hormiguero que tiene el poder cuando nadie quiere estorbar. Pero el murmullo iba por debajo, cosiendo esquinas.
—Es demasiado joven —susurró Nishimura, uno de los jefes de depósito, apoyando el codo en una columna—. Un título así pide canas.
—La edad no pesa si la mano es firme —replicó Ichikawa, sin dejar de revisar una planilla—. Hitoshi no era sentimental. Si lo dejó a él, fue por algo.
—Por algo, o por presión de Masanori —murmuró Chito, cejas juntas, la voz afilada—. Y la esposa… italiana. Eso traerá problemas. Esas mujeres hablan fuerte, miran a los ojos y no saben bajar la cabeza.
Ichikawa alzó la vista, seca.
—Nos guste o no, es la esposa del nuevo Oyabun. Se le debe tratar con respeto —zanjó—. Y a ser posible, con el doble de cuidado que usamos al dirigirnos a Takeshi.
Un guardia joven, con más entusiasmo que juicio, dejó escapar una risa