Abrí los ojos lentamente, como si mi cuerpo aún no comprendiera que la batalla ya había terminado. El amanecer se colaba por las cortinas del hospital, tiñendo todo de una luz cálida y suave que parecía demasiado perfecta para ser real. Por un segundo, dudé de dónde estaba. Mi mente flotaba entre la niebla del cansancio y algo mucho más profundo: la plenitud.
Y entonces lo sentí.
El peso más hermoso del mundo sobre mi pecho. El calor de una vida nueva que respiraba tranquila contra mí, como si nunca hubiera estado en ningún otro lugar. Mi bebé.
Mi hijo.
Sonreí, sin poder evitarlo. La