Reinhardt miró Zaid con el rostro sombrío.—¿De qué estás hablando? —logró articular, incrédulo.Jordan había estado ahí en todo momento, desde que Reinhardt entró al pasillo y vio a Zaid allí sosteniendo el cuello de alguien. Sin embargo, ¿por qué no la había reconocido al verla?Reinhardt frunció el ceño, mirando la figura que Zaid sujetaba por el cuello, esa figura delgada, encorvada, cubierta de heridas. De espaldas, el cuerpo parecía apenas humano. El torso estaba desnudo y la espalda desgarrada con la carne abierta como si hubieran arrancado trozos de una manera salvaje. Era una masa deforme de piel lacerada, costras negras, sangre reseca y carne viva aún supurando. El pelo corto caía a los lados en hebras grasientas, pegadas al rostro, a sus orejas, a su nuca, convirtiéndose en un nido de suciedad y abandono. No era más que un despojo humano.Y en ese instante, Reinhardt entendió.Por eso no la reconoció, porque esa espalda hecha ruinas, esa figura marchita, no podía pertenecer
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