Los disparos seguían retumbando como una tormenta infernal que no daba tregua y las paredes ya no eran más que un eco de pistolas y muerte. Reinhardt avanzaba entre los cadáveres y las manchas de sangre fresca, abriendo puertas a patadas, revisando habitación por habitación, buscando rostros que no aparecían.
Jasper no estaba por ninguna parte, Jordan tampoco, y Zaid, ese bastardo, mucho menos. Pero Reinhardt no se detendría con tanta facilidad.
Fue entonces cuando escuchó una voz a lo lejos, uno entre el caos.
—¡Tú avísale al jefe! —ordenó uno de los tantos hombres, refiriéndose a Zaid—. ¡Avísale que nos están masacrando!
La voz no tuvo oportunidad de repetirlo. Reinhardt giró con velocidad brutal, levantó su arma y disparó. El proyectil atravesó el cráneo del que había dado la orden, dejándolo desplomado con un hueco sangriento en la cabeza. Luego, Reinhardt se lanzó hacia el que había recibido el mensaje, lo atrapó del cuello de la camisa y lo estampó contra la pared con la fuerza