Capítulo VI

Me acobijo con la manta y regreso mi atención al cielo estrellado. Hoy está despejado y el centenar de estrellas brilla más de lo usual.

—¿En serio no te da pavor estar aquí sola?

Lo contemplo.

—Antes me siento serena.

Guarda sus manos en los bolsillos de su gabardina y exhala; un vaho denso sale de entre sus labios.

—Me enteré sobre lo que te pasó —comenta, distraído—. Lo siento mucho.

Dejo caer mis hombros.

—Cualquiera actuaría así, supongo.

Frunce sus cejas y me escruta.

—¿Cómo puedes estar tan tranquila si hace unas horas tu vida pendía de un hilo?

—Quizá la muerte no me provoca tanto temor como a los demás.

Se queda en silencio, pasmado.

Carraspea.

—A partir de mañana tendrás como refugio mi casa.

—A primera hora de la mañana, lo sé.

Se acomoda a mi lado. Su rodilla roza la mía, al igual que su hombro. Lo miro por el rabillo del ojo.

—Vivo solo, bueno,

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