No podía creer lo que Joel había hecho. Su actitud fue vergonzosa, incluso para él. Por suerte, Maicol apostó más que él, impidiéndole actuar como el animal que llevaba dentro. Si no hubiese sido así, esta noche habría terminado en desastre.
—¿Por qué diste tanto dinero? —le reproché, conteniendo el temblor de mi voz entre la rabia y la confusión.
—¿Se te olvidó nuestra conversación? —respondió con ese tono insolente que tanto me descolocaba.
¿Cómo olvidarla? Aún podía escuchar sus palabras repitiéndose en mi mente como un eco maldito.
—Aun así, no esperes que crea que diste todo eso sin esperar algo a cambio —añadí, cruzándome de brazos.
—No te preocupes —dijo, esbozando una sonrisa segura—. Me gusta pasar tiempo contigo.
—Estás jugando con fuego, Maicol. ¿Qué es lo que realmente buscas? —lo encaré, sabiendo que Joel no iba a quedarse de brazos cruzados.
—Tu compañía —murmuró con voz seductora, sin apartar la mirada de mis ojos.
Solté un suspiro largo y llevé la mano al cuello, justo donde Joel me había apretado con violencia horas atrás.
—¿Te duele? ¿Cómo pudo hacerte eso ese malnacido? —preguntó, con el ceño fruncido.
—Aquí pasan muchas cosas —dije apenas, sintiendo la vergüenza arderme en la garganta.
Maicol sacó una caja de su chaqueta y me la tendió.
—Tengo algo para ti.
—¿Para mí? —pregunté, desconcertada.
Deshice el papel con torpeza. Al abrir la caja, me encontré con un celular último modelo. Lujoso. Demasiado costoso. Demasiado prohibido.
No podía aceptarlo. Si lo hacía, tendría mi número... y eso iba contra las reglas. Se lo devolví sin titubear.
—¿Y ahora qué pasa? —inquirió, sorprendido por mi rechazo.
—No está permitido. Rompería una regla importante.
—Las reglas existen para ser desafiadas... —replicó con una sonrisa ladeada—. ¿Y esto sí lo puedes aceptar?
Me entregó otra pequeña caja. Al abrirla, un collar de diamantes brilló bajo la tenue luz. Era tan hermoso que me dejó sin palabras. Di media vuelta para que me lo pusiera, sin encontrar fuerzas para decirle que no.
—Por favor, acepta también el celular. Nadie tiene que enterarse —insistió.
—¿Por qué mejor no me cuentas qué significan esos tatuajes? —pregunté, señalando el que llevaba en el brazo—. Tienes la cara de una niña bonita ahí...
—Es mi hija —respondió con naturalidad.
El silencio cayó como un peso entre nosotros. De inmediato me arrepentí de haber preguntado.
—Ah... bueno. Entonces, ¿eres casado? Ya conozco ese viejo truco de quitarse el anillo antes de entrar a un prostíbulo.
—No. Y si lo fuera, tampoco lo ocultaría —contestó con firmeza.
—Así que eres libre… pero tienes una hija.
—Sí. Se llama Valeria. Es la niña más hermosa del mundo. Mira —sacó el celular y me mostró varias fotos—. Tiene seis años. Es tan lista que a veces me asusta.
—Valeria... Es preciosa. ¿Esa mujer de la foto es su madre? Lo digo porque pasaste la imagen muy rápido.
—Sí. Ella forma parte de mi pasado. Y el pasado, para mí, no regresa.
Ojalá yo pudiera decir lo mismo. Ojalá el mío se quedara donde pertenece.
—¿Sabes qué? ¿Y si salimos en una cita? Pero no aquí, en este auto. Algo distinto. Un restaurante, un lugar tranquilo. Lo que tú prefieras —propuso, con voz suave.
—¿Qué es lo que realmente quieres, Maicol? —repetí la pregunta, sintiendo que sus intenciones eran un rompecabezas que no sabía cómo armar.
Se inclinó lentamente, tan cerca que podía sentir su aliento cálido acariciándome el rostro.
—Ahora mismo… quiero probar tus labios —susurró, con los ojos brillando de deseo.
No ofrecí resistencia. Yo también lo deseaba. Su boca se encontró con la mía y, de inmediato, el mundo alrededor pareció desvanecerse. Sus manos, cálidas y seguras, se deslizaron por mi muslo, mientras nuestras lenguas se entrelazaban. El calor entre ambos crecía sin freno.
—Besas sorprendentemente bien para ser un chico fresa —murmuré, rompiendo el beso apenas lo suficiente para clavar mis ojos en los suyos.
Él frunció ligeramente el ceño, divertido.
—¿Chico fresa?
No respondí. Me acerqué de nuevo y dejé que mis labios susurraran la continuación.
—Podemos seguir...
Volvimos a perdernos el uno en el otro. La temperatura en el auto se disparó. El mundo exterior dejó de existir. Nos deslizamos hacia la parte trasera sin decir palabra, guiados solo por la urgencia de la piel y el deseo sin tregua.
Sus labios exploraban mi cuello, su aliento tibio erizaba mi piel, y sus manos se movían con la experiencia de alguien que sabe exactamente lo que hace. Bajé mi mano, tentada por la curiosidad, y al palparlo, no pude evitar el sobresalto. Para alguien tan pulcro, tan controlado, esperaba algo más... discreto. Pero no. Él era exceso, sorpresa, contradicción.
Sabía que esto rompía las reglas. Pero él había pagado. Y yo no estaba dispuesta a detenerme.
—Rosa... deberías parar —advirtió, con la voz tensa, apenas contenida.
Ignoré su advertencia. Estaba en control. Era mi momento.
—Te lo advertí... —jadeó, justo cuando crucé el umbral del pecado.
Todo se detuvo en un instante cuando unas pequeñas pastillas cayeron de mi sostén.
—¿Qué es esto? —preguntó, el rostro endurecido por la sospecha.
Titubeé, buscando una excusa.
—Solo... parte del trabajo —balbuceé.
—¿Parte del trabajo? ¿Intentabas drogarme? —espetó, visiblemente alterado.
—¡No! No es eso. Olvídalo. No tengo por qué explicarte mis problemas de salud.
—Si es un problema, entonces deberías guardar tus pastillas en el bolso. No entre tus pechos —disparó, con un tono gélido que me atravesó como cuchilla.
Guardé las pastillas con manos temblorosas, tratando de mantener la compostura mientras él me observaba con esa mezcla insoportable de decepción y juicio.
—Supongo que arruiné el momento. Lo siento —murmuré.
Me abroché el sostén con movimientos mecánicos y pregunté con la voz apagada:
—¿Puedo irme?
—Haz lo que quieras. Pero acepta el regalo. Si no lo tomas, no te dejaré marchar.
—Está bien —cedí con frialdad—. Me llevaré el celular. Pero no me llames. Espera a que lo haga yo. Gracias por salvarme esta noche. Voy a devolverte el dinero. Adiós.
Abrí la puerta y bajé sin mirar atrás, caminando directo al infierno que me esperaba.
—¡No necesito ese dinero! ¡Mañana vendré por ti! —gritó Maicol desde la distancia, con esa sonrisa estúpida que me irritaba más de lo que debía.
Me reí con ironía, sin detenerme.
—¡Mañana me tomaré el día libre!
Pero su voz insistió, perforando el aire como un clavo inesperado.
—¡Entonces podremos tener nuestra cita!
Me detuve en seco. ¿Cita? ¿De verdad?
Me giré con paso firme y mirada afilada.
—No te confundas. Yo no quiero nada contigo. Lo que haces, lo haces porque quieres. Yo no te pedí nada. Y deja de actuar como si esto fuera algo más. No lo es. No lo será. ¿Entendido?
Se quedó callado, tragándose su entusiasmo.
Yo seguí mi camino, con un peso extraño en el pecho. Uno que no quería analizar. No ahora.
Entré al lupanar de m****a con el mismo fastidio de siempre. En el camerino, las chicas se alistaban: unas se pintaban las uñas, otras se retocaban el cabello frente a los espejos rotos y las luces temblorosas. Pero en una esquina, aislada del bullicio y del perfume barato, una joven lloraba en silencio. Me acerqué, pero Dori apareció justo antes de que pudiera llegar a ella.
—Mira quién volvió... Pensé que no te vería hasta pasado mañana —comentó con su tono nasal y sonrisa cínica—. Recuerda que hoy tenías libre. Pero a ver, cuéntame... ¿Cómo te fue con el galán? Ese collar dice más que tus palabras, ¿eh? Me gusta —estiró la mano hacia mi cuello, acariciando el dije como si quisiera arrancarlo—. Ah, por cierto, Joel casi me arma un escándalo. Tuve que regalarle una de las niñas. Ya sabes, la única que quiere en este lugar eres tú. Intenta no buscarte problemas... conoces su temperamento.
—Pensé que me defenderías —le solté, cruzándome de brazos.
—Porque seas la reina de este basurero no deja de hacerte prostituta, Khloe. Aquí no mandan las amistades, solo el dinero.
Mientras hablaba, sus palabras se deshacían en el aire. Yo no le prestaba atención; mis ojos seguían fijos en la joven que lloraba en la esquina. Algo en ella me inquietaba.
—¿Quién es? —pregunté, sin apartar la mirada.
—¿Ella? Bah, nadie importante. Es la novata. No ha parado de llorar desde que salió de las habitaciones con un cliente. Le tocó calmarle el pique a Joel… gratis. Pobre ilusa. Aunque, sinceramente, no siento pena. Ya estoy acostumbrada a este teatro. ¿No recuerdas cómo llegaste tú? Eras el trapo viejo de todas.
"La novata"... claro. Demasiado joven para estar aquí. Lo peor es que su primera noche fue con Joel. Solo pensar en eso me revuelve el estómago. Recuerdo la mía... una pesadilla que todavía huele a sangre y desesperación. Ese hombre es un animal. Las drogas nos ayudan a sobrevivirlo, pero ella... ella no parece saberlo.
No sé por qué, pero verla me hace sentir como si estuviera mirándome a mí misma. No por el físico, sino por la forma en que se rompe en silencio.
Entonces escuché su conversación con Pamela:
—Deja de llorar. Necesito que te tragues esta coca.
—¿Qué... que me la trague?
—¿Eres sorda o hablo en chino? Mira, si prefieres, te la metes en el culo, pero me la devuelves, ¿entendido?
Me quedé helada. Sé lo que viene. La van a usar como mula, y si Pamela le está metiendo presión es porque la policía está aquí.
—¡Vamos! Porque si no la tragas o la escondes, te mato… y créeme, no quieres morir.
Aquí todas tenemos un vicio. Las que no lo traen, lo adquieren: cigarrillos, alcohol… pero lo peor es caer en las drogas. Aunque hay uno más insidioso: el vicio de mentir, de traicionar, de matar si hace falta para seguir respirando un día más.
Vi a los policías entrar. Pamela se alejó de la chica, y sin pensarlo más, me acerqué a ella.
—Dámela —le ordené, extendiendo la mano.
—No puedo... —murmuró, temblando como una hoja.
No esperé. Le arranqué la funda de los dedos, la tiré al suelo y la aplasté con el tacón.
No entendía por qué lo hacía, pero ya no podía parar. Uno de los policías, un idiota con uniforme y mirada sucia, se acercó a mí.
—Oh... lo siento, creo que bebí demasiado —me lancé a su pecho, rozando su boca con la mía, sin levantar el pie del suelo—. Nunca había visto un poli tan guapo como tú —susurré, acariciando su uniforme con una sonrisa letal.
—Gracias, señorita —respondió, torpemente—. ¡Aquí no hay nada, señor!
En cuanto se retiraron, recuperé mi postura. Les lancé un beso mientras se marchaban.
Cuando se fueron, levanté el pie y observé la funda destrozada bajo el tacón. La chica se agachó y la recogió con manos temblorosas.
—Gracias... de verdad. No sabes cuánto te lo agradezco —dijo, abrazándome como una niña.
—Ya, suéltame. Tómalo como mi pago por haber soportado a Joel esta noche.
—¿Podemos compartir habitación? —preguntó secándose las lágrimas.
¿Estaba loca? Desde que llegué, todo lo que ganaba era para comprar mi apartamento. Me costó sudor y sangre. Y el carro todavía lo estoy pagando.
—No te equivoques, niña. Yo trabajo aquí, pero no duermo en este infierno.
Salí rumbo a mi auto. Lo encendí, lista para irme a casa. Pero justo cuando pensaba que la noche terminaba, un golpe en el cristal me hizo girar la cabeza.
Bajé la ventana.
—¿Sí?
—Khloe Moretti —pronunció una voz grave, que me heló la sangre. Pocas personas saben mi nombre completo. Todos mis músculos se tensaron.
—¿Quién eres? —pregunté, con el pulso acelerado.
—Soy yo, Jorge… el hermano menor de Julien.
Me quedé paralizada.