Khloe
¿Qué pretende este hombre? Yo no soy propiedad de nadie.
Me dirijo hacia la puerta sin mirarlo, tratando de mantener la compostura. Pero Joel se cruza en mi camino. Me toma de la muñeca con una fuerza brutal; sus dedos se clavan como garras en mi piel. Intento zafarme, pero me arrastra hacia una esquina oscura del club.
—¿Dónde demonios estabas, perra? —escupe, con los ojos desorbitados y la voz cargada de rabia.
—¿De qué hablas? No tengo por qué rendirte cuentas —respondo, encendida por la furia, mientras me libero de un tirón.
Uno de los guardias se acerca. Por un instante respiro aliviada... hasta que Joel le lanza una orden seca, rabiosa.
—¡No te metas, cabrón! ¡Lárgate!
El guardia titubea, y para mi horror, obedece. Se da media vuelta, dejándome sola con él y su tormenta. Intento apartarme, pero Joel vuelve a sujetarme, esta vez con más fuerza.
—Suéltame —exijo. Mi voz tiembla, pero intento mantener la firmeza.
—¿Que te suelte? Eso no lo dices cuando estás desnuda en mi cama —murmura con una sonrisa torcida que me da náuseas.
—Hago mi trabajo, nada más.
—Te gusto, lo sé —insiste, acercándose tanto que siento su aliento caliente en la cara—. Pero aun así te vas con otro… sabiendo que yo pago más que todos.
—¿Perdón? —respondo, alzando el mentón—. Entonces acostúmbrate, porque esto —señalo mi cuerpo con desdén— no lo vuelves a tocar, imbécil.
Su expresión cambia en un segundo. El rostro se le tensa, levanta la mano. El impulso de golpearme se dibuja en sus facciones. Mi corazón se acelera, pero no me muevo. Lo sostengo con la mirada, cargada de odio.
—No te atrevas —digo con firmeza, retrocediendo un paso.
Y entonces, como una aparición salvadora, Dori entra en escena. Me aparto de Joel de inmediato, le lanzo el dinero sin esperar mi parte y me sumerjo en la penumbra del club, dejando atrás su veneno.
Ya en casa. Frente al espejo, el reflejo no miente: un hematoma púrpura decora mi brazo, recuerdo vívido de sus dedos. Me arde, pero el dolor ya es una vieja costumbre.
—Perfecto. Otra maldita marca —mascullo con amargura.
Rebusco en mi cartera, buscando un cigarro, algo que me dé al menos la ilusión de alivio. Nada. Ni rastro de la caja. Frunzo el ceño. ¿Maicol? ¿Pudo haberlo tomado? No… nunca lo vi hurgar entre mis cosas.
Saco su tarjeta. “Maicol Ferreira”.
Suspiro largo. Me despojo de la ropa, del maquillaje, de todo. Me sumerjo en la esperanza de un baño caliente, uno que no solo me limpie la piel… sino algo más profundo.
Mientras el agua caliente recorre mi cuerpo, no puedo evitar revivir la forma en que mi corazón palpitó cuando Maicol se acercó. No debería sentir esto. No puedo permitírmelo.
He estado con todo tipo de hombres y sé exactamente cómo terminan esas historias. Los ricos, por lo general, están casados. Y cuando engañan a sus esposas con una prostituta, ¿qué podría esperar una como yo? Nada. Absolutamente nada.Pero hay algo en él… algo distinto. Algo que me hace temblar por dentro.
Y eso me asusta. No sabe quién soy. No conoce el peso que arrastro. Mientras me seco frente al espejo, mis ojos se posan en la cicatriz en mi estómago. Un recordatorio imborrable de aquella noche. De ese hombre al que una vez amé... y al que terminé matando.A la mañana siguiente, un golpe suave en la puerta me saca del letargo.
Cuando abro, un ramo de flores ocupa todo el umbral. Una pequeña tarjeta cuelga entre los tallos.De Joel: Anoche perdí el control. Lo siento.
—¡Ajá, claro! —murmuro con sarcasmo, antes de lanzar las flores directo al basurero sin pensarlo dos veces.
Sirvo un poco de leche en un platito. Mi gata se frota contra mis piernas con esa indiferencia elegante de quien sabe que tiene el control.
Aún no tiene nombre. Y no me importa.De regreso al club, el ritual comienza: cubrir las marcas, maquillar el pasado, peinar las mentiras.
Dori me entrega una peluca oscura y me informa que esta noche me llamo “Carla”. Respiro hondo antes de salir.Las luces me ciegan. Los gritos y los billetes flotan en el aire como mariposas muertas.
Bailo. Giro. Provoco. Y entonces lo veo. Maicol. De pie al fondo, las manos en los bolsillos, mirándome como si viera algo que los demás no. Le sostengo la mirada. Me atrevo a sonreír. Y sigo bailando.Pero el infierno tiene nombre. Y aparece con traje caro y sonrisa torcida. Joel.
—¿Cómo te llamas hoy? —su voz rezuma burla—. ¿Qué personaje te tocó esta noche?
—Apártate.
—Espera. Hoy pagaré más.
Miro a Maicol. Sigue observándome. Inmóvil. Tenso.
—No quiero tu dinero.
Intento pasar, pero Joel me sujeta del cuello con una fuerza repentina. El aire me abandona.
Todo se detiene. El ruido, las risas, la música. Solo quedamos él, yo... y el miedo.Entonces, una sombra emerge detrás de él.
—No la escuchaste. —La voz de Maicol corta el silencio como una navaja. Su mano se posa sobre el hombro de Joel con una presión seca, contundente.
—¡Suéltala, cabrón! —grita alguien. El ambiente estalla.
Joel me libera a regañadientes.
Maicol no se mueve.—Búscate un hombre o lárgate —escupe con una calma peligrosa.
Joel me clava una mirada que hiela la sangre. Y desaparece entre el murmullo hostil.
Corro hacia Dori. Su abanico agitado indica que viene molesta.
—¿Qué demonios está pasando aquí?
—Me la llevo. ¿Cuánto cuesta? —lanza Joel, reapareciendo de pronto, como si yo fuera una botella en una vitrina.
—Así no se trata a mis chicas, guapo —responde Dori sin perder su compostura—. Espero que no se repita. Son 1,500 dólares.
—¿1,500 por ella? —suelta una risa amarga—. No vale eso.
—Después del show que acabas de armar, debería cobrarte el doble —replica Dori, cruzando los brazos.
—Daré 2,000 —interviene Maicol, su tono firme, irrefutable.
Joel frunce el ceño. Sabe que ha perdido.
—No traigo el dinero ahora. Mañana...
—Quédate con tus excusas. Carla, vete. —Dori le lanza una mirada de hielo—. Chico, págame.
Maicol saca su billetera sin decir nada. Entrega los billetes y me sigue hacia la salida.
Una vez afuera, respiro. El aire me quema los pulmones.
Maicol camina tras de mí.—Entonces, ¿Carla es tu nombre? ¿O prefieres Rosa?
Me detengo. Su mirada atraviesa todas mis máscaras.
—Carla Rosa —respondo sin titubear.
Mentira.
Maldición. ¿Por qué le mentí?Una voz interna me grita la respuesta.
¡Es una regla!