Quizás sí.
Quizás, por fin, encontré un hombro en el cual llorar. Un lugar donde sentirme segura. Donde confiar.
Estoy recostada en su cama, aún con el cuerpo adolorido por esa noche tan oscura. Él me salvó… de mí misma. Me cargó en sus brazos, me llevó hasta su auto, y luego a su casa. Me alimentó, me ayudó incluso a ducharme.
Estaba rota. No dije una sola palabra desde ese “lo siento”. Solo me rendí al cansancio, y me dormí con él a mi lado. Cuando desperté, ya no estaba.
Escucho pasos acercándose.
La puerta se abre.
Está ahí, con un pantalón de pijama gris y una bandeja en las manos.
—Buenos días —saluda con voz suave.
Levanto la mirada y me pierdo en sus ojos. Ni siquiera sé qué expresión tengo ahora. Él me cuidó como si fuera frágil, como si fuera importante. Estoy envuelta en su camisa, sin abotonar, dejando entrever parte de mi cuerpo.
—Buen día —susurro, desviando la mirada, con el rubor subiéndome por las mejillas.
Él deja la bandeja sobre la cama y se acerca sin dudar. M