Capítulo 3

Apenas llego a casa, cierro la puerta de un golpe y dejo que mi cuerpo se desplome contra la madera. Las lágrimas me invaden sin pedir permiso, mientras me deslizo hasta acurrucarme en una esquina del pasillo. Estas dos semanas han sido un laberinto insoportable, una pesadilla disfrazada de rutina. Hoy, sentada junto a ese hombre en su auto, sentí un escalofrío que me atravesó sin previo aviso. Algo en mí supo que todo estaba mal… muy mal.

Me incorporo temblando, avanzo hasta la cocina y tomo dos pastillas. No puedo permitirme caer de nuevo en ese abismo que me devora desde adentro. Me quito la ropa con lentitud, como si cada prenda pesara una tonelada, y me quedo solo con su chaqueta. Aún huele a él… a su esencia.

Me dejo caer en el sofá. Trato de pensar, pero solo hay caos. Imágenes. Gritos apagados. Recuerdos. Hace cinco años fue mi última relación: Julien. El difunto Julien. Su nombre todavía me retuerce por dentro. No quiero ir allí, no ahora. Pero el pasado no se borra; se queda agazapado, esperando el mínimo descuido para devorarme.

Enciendo un cigarro. El humo me ayuda a sostenerme, aunque sea por un momento. Y, claro, las imágenes regresan… esa noche. Él estaba ebrio, como casi siempre. Éramos dos almas rotas pretendiendo amar cuando en realidad nos destruíamos. ¿Eso era amor? Tal vez. Tal vez no. Ya no quiero saberlo.

No puedo permitir que esos recuerdos me arrastren otra vez. Busco refugio en mi viejo aliado: el alcohol. Encuentro una botella de vino y la destapo con desesperación. La música sube, ahoga lo que no quiero escuchar. Doy vueltas por la sala como un fantasma desorientado, hasta detenerme frente al espejo de mi habitación.

Me obligo a sonreír. Una mueca falsa, absurda, que apenas se sostiene. Lo que veo me parte en dos: una mujer rota. Una sombra. La voz de mi madre irrumpe como un eco cruel:
"Eres mi mayor error. No vales nada."

Siento la garganta cerrarse. Todos se alejaron después de Julien. Nadie creyó que fue defensa propia, ni siquiera cuando vieron las marcas. Yo estaba allí, apuñalada, al lado de su cadáver frío. Gané el juicio. No pisé la cárcel. Pero igual me condenaron: me dejaron sola.

Las lágrimas se escapan, pero no dejo de sonreír frente al espejo.
¡Asesina!

Me lo repito hasta que mi reflejo lo confirma.

Lo amaba. Maldita sea, lo amaba con una devoción enferma. Y él… él nunca me amó igual.

La prostitución fue una salida rápida. Soy bonita, ¿qué más tengo? Nada. Ni estudios, ni familia, ni sueños. Solo este cuerpo manoseado por hombres que ya no recuerdo. Este rostro, que alguna vez fue perfecto, ya muestra las grietas. Este cabello negro ya no brilla. Pero sigo aquí. Resistiendo. Fingiendo.

Estoy sola. Entre tanta gente, estoy sola.

—¡Tú! ¡Tú arruinaste mi vida! —grito al espejo, señalándome como si pudiera arrancar el dolor con el dedo. Mi voz se quiebra y mis lágrimas caen sin tregua.

Despierto en el suelo, abrazada a la botella vacía. Mis ojos arden. En la muñeca, sangre seca. Otra vez.

—No vuelvo a beber… —murmuro—. ¿A quién quiero engañar?

Camino tambaleante por la casa. Busco a mi gata, mi única compañía, y la acaricio mientras come. Su presencia me calma un poco, aunque no lo suficiente.

Entro al baño. Dejo que el agua caliente me queme la piel, como si así pudiera lavar lo que soy. Paso el día arreglándome: cabello, uñas, maquillaje. Esta noche debo parecer perfecta. Las cicatrices se cubren con base, como siempre. Nadie necesita ver lo que hay debajo.

En el club, entro sin saludar.

Aquí nadie me da lecciones. Este lugar me lo gané a punta de golpes, sudor y cicatrices.

Frente al espejo del camerino, me observo con sorna.

Una mueca burlona se dibuja en mis labios.

—Khloe… Khloe… ¿cuándo vas a entender?

Llaman mi turno. Me levanto y camino hacia el escenario.

Ahí está Maicol, en su sitio habitual, como siempre. Sus ojos me buscan, me atrapan, me siguen. Me acerco sin romper el contacto visual y deslizo las manos por sus brazos, duros como columnas de acero bajo la piel.

—Nos vamos —murmura con esa voz baja, firme, que no acepta discusión, mientras me acomodo sobre sus piernas.

—¿A dónde? —susurro, dejando que mis labios rocen los suyos como una amenaza suave.

—A cenar —responde junto a mi oído, con una sonrisa ladeada que me desarma de forma imperdonable.

Hay algo en él que no me repugna como en los demás.

Me inquieta, sí. Pero de otra manera. Más profunda. Más peligrosa.

Joel me hace señas desde su esquina habitual, con el ceño fruncido.

Lo ignoro. Me voy con Maicol, directo a su auto.

—Traje mi laptop —comenta mientras conduce—. Vamos a ver tu película favorita, comer algo chatarra. Quiero sacarte, aunque sea por un rato, de todo esto.

Lo miro sin decir nada. Estoy desconcertada.

Había asumido lo de siempre: sexo. Un motel barato, unas manos urgentes, una despedida silenciosa. Pero esto...

Esto es otra cosa.

—Creí que esta noche solo querías acostarte conmigo —admito, sin adornos, sin filtros.

Él sonríe. Esa maldita sonrisa suya, tan cálida como peligrosa.

Llegamos a la playa. Rodea el coche, abre la puerta trasera y extiende la mano.

—Ven. No tengas miedo. Aquí atrás es más cómodo.

Dudo. Solo por un instante. Luego cruzo.

Saca una colcha y la extiende sobre mis piernas, con una delicadeza que me desarma aún más. Mientras acomoda la laptop, yo solo intento entender en qué momento cambió el guion.

Reproduce la película. La pantalla ilumina nuestros rostros.

Y por primera vez en mucho tiempo… mi mente se calla.

Me recuesto en su hombro. Él apoya su cabeza en la mía.

Todo está en pausa.

Y por un segundo —uno solo— me permito creer que, tal vez, esta…

esta sea mi mejor noche.

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