Maicol
Con esta mujer sobre mis hombros, me invade una extraña sensación de paz. Nunca me había sentido tan cómodo con alguien... Jessica, en cambio, nunca tuvo tiempo para mí, ni siquiera cuando le ofrecía lo único que parecía importarle: dinero. A veces, las cosas buenas se esconden en los rincones más oscuros, y las malas se disfrazan con luces brillantes. Perdí tanto tiempo con ella... Incluso mi familia celebró el fin de aquella relación.
—Entonces... ¿Eres gay? ¿O virgen? —soltó de pronto, con una mezcla de inocencia y descaro.
Solté una carcajada inesperada.
—¿Tengo pinta de eso? —respondí, clavando los ojos en los suyos.Ella desvió la mirada, incómoda.
—Una pregunta no se responde con otra, ¿sabes? —replicó, astuta.—Touche. Pero no, señorita Rosa, no soy ninguno de los dos —le dije mientras apartaba con delicadeza un mechón de su cabello oscuro que caía sobre su hombro.
—Perdón... pero la curiosidad me mataba —murmuró, con ese modo de hablar que tenía algo único, algo que empezaba a gustarme más de lo que debería.
—Lo entiendo, pero... ¿qué te llevó a pensar eso?
Bajó la mirada y respondió en voz apenas audible:
—Es que... esto nunca me había pasado. Se supone que los que me llevan, buscan solo una cosa.Le levanté el rostro con suavidad, obligándola a mirarme.
—Yo no busco eso… al menos, no todavía —le susurré cerca del oído.Ella sonrió, y luego se mordió el labio inferior. Era un gesto simple, pero con ella… se volvía hipnótico.
—¿Me dirás tu edad? —pregunté, sin apartar la mirada de esos ojos que tenían más historia de la que aparentaban.
—Lo siento... hay reglas. Y esa es una de ellas.
—¿Reglas?
—Parte del trabajo. Podría inventarme una edad, pero... mejor dime cuántos años crees que tengo.
La observé con detenimiento. Su rostro perfecto no debía pasar de los veinticinco.
—Veinticuatro.
Sonrió, confirmando en silencio que había acertado.
—Casi no hablas... y no tienes por qué tener miedo. Nada de esto saldrá de aquí. Me interesa conocerte —le dije, mientras pausaba la película. Quería su atención completa.
—No puedo hablar de mí —respondió, envuelta en un velo de misterio que solo aumentaba mi curiosidad.
—Ese misterio tuyo... me atrae más de lo que imaginas.
—Eres el primero que se interesa por mí. Por mí... como persona —añadió, regalándome una sonrisa que me desarmó por completo.
—No creo que pertenezcas a ese infierno —murmuré, besándole la mano. Ella enmudeció.
—¿Cuántos años tienes tú? —preguntó mientras yo servía la cena.
—Te llevo cuatro años, señorita.
—¿Y por qué haces esto? Eres joven, atractivo...
—Seré directo: me gustas. Mucho. Tienes algo que no dejo de pensar desde que te conocí. Me encantas... y eso que aún no te he probado —solté con una sonrisa ladeada.
Su risa llenó el espacio, genuina y contagiosa.
—Pero si fuera solo eso, ya me habrías... ya sabes —comentó, sin terminar la frase.
—No me atraes solo por eso. Claro que también... pero quiero algo más. Algo real. ¿Lo entiendes?
—¿Y qué te hace pensar que podría haber algo serio entre nosotros? ¡Soy una prostituta! —espetó, con una dureza que me hirió.
Le llevé un dedo a los labios, suavemente.
—No te llames así. Si ese es el obstáculo... déjalo. Te ayudaré a encontrar algo mejor.Suspiró profundamente. Por un momento, creí que aceptaría.
—Como si fuera tan fácil...
—Piénsalo. Mientras tanto, iré a verte todos los días. No quiero que te vayas con otro. No podría soportarlo.
Se quedó en silencio, mirándome como si no supiera qué hacer con lo que acababa de escuchar. Finalmente, preguntó:
—¿De verdad estarías dispuesto a hacer todo eso?
—Eso... y mucho más.
—No eres el primero que intenta salvarme —dijo con voz apagada.
Desvié la vista hacia la ventana, apretando la mandíbula.
—Pero quiero ser el último.
Ella toma mi mano con firmeza, obligándome a encontrarme otra vez con sus ojos oscuros.
—¿Estás dispuesto a pagar el precio?
—Lo que sea. Sé que sufres cada día, y quiero ayudarte. Pero necesito que tú también estés dispuesta a ayudarme.
—¿En qué te ayudo? —murmura, mientras acaricio su rostro impecable con la yema de mis dedos.
—Déjate querer. Y prométeme algo: no estés con otro. Si algún día no aparezco por el club, espérame. Volveré. Pero nunca me mientas.
Rosa deja escapar una risa amarga, cargada de una tristeza que apenas logra disimular.
—Pides demasiado para alguien como yo. Hay mujeres buenas en el mundo; yo no pertenezco a ese lado.
—No digas eso. Sé que hay algo bueno en ti. Confío en eso... confío en ti.
—No deberías. No sabes quién soy realmente. Tú no perteneces a este mundo, deberías buscarte otra. Estás loco —replica, evitando mi mirada.
—Mírame —insisto—. Sé que puedes hacerlo. Eres distinta. No quiero a las que fingen pureza mientras esconden veneno. Prefiero a una mujer real. A ti.
—¿Entonces quieres algo malo que finja ser bueno? —responde con una media sonrisa que parece un reto.
—Quiero a la gran mujer que sé que escondes bajo esa armadura.
—Estás loco... Un hombre como tú, fijándose en una mujer como yo...
Revolotea nerviosa dentro de su bolso, buscando algo.
—¿Y qué? ¿Qué tiene de malo eso?
—Te gusto —susurra con una mezcla de ironía y temor.
Me ofrece un cigarrillo. Lo tomo, pero sin pensarlo lo lanzo por la ventana.
—No deberías hacerlo. No te hace bien.
Ella se encoge de hombros, enciende otro y lo lleva a sus labios con una sensualidad desafiante.
—Mírame —dice, exhalando el humo lentamente—. No le pertenezco a nadie. Y no quiero pertenecerle a nadie. Además... no creo en el amor. Es una gran mentira.
Sonríe, pero su sonrisa es solo una máscara. Hay algo detrás, algo roto que aún no puedo descifrar.
—Por la forma en que me miras, diría todo lo contrario —le susurro al oído, tan cerca que la siento estremecerse. Muerde su labio inferior, y ese gesto me atraviesa como un dardo certero.
El silencio que sigue es más elocuente que cualquier palabra. Al terminar la película, nos trasladamos al asiento delantero del auto. La llevo de regreso a ese lugar que tanto detesto.
—¿Me darás tu número? —pregunto, deteniéndome frente a la entrada.
—Dame el tuyo —responde con una sonrisa coqueta, recorriéndome con la mirada de forma descarada—. Entrenas bastante, ¿eh? Esa musculatura no se esconde.
—A veces voy al gimnasio... otras, boxeo —contesto, intentando sonar casual, aunque su mirada me desnuda más allá de lo físico.
—Esta es mi tarjeta. Espero volver a verte, Rosa —digo, entregándosela junto con algo de dinero.
La toma con una elegancia natural, como si estuviera acostumbrada a que le entregaran el mundo. Pero antes de bajarse, se inclina hacia mí. Sus labios rozan mi mejilla apenas por un segundo, y sin embargo, ese contacto leve enciende algo salvaje y peligroso en mi interior.
La observo alejarse mientras su perfume y su presencia aún flotan a mi alrededor. Intento conservar la compostura, pero es inútil. Esa mujer ya me había marcado... y algo me dice que no podré borrarla tan fácilmente.