Mi Compañero: Sin Arrepentimiento, Sin Retorno
Estaba sentada en el Ayuntamiento, a punto de firmar ese maldito certificado de vínculo de compañero con Diego, el Alfa de las Garras Lunares del Este, cuando su teléfono vibró.
Le dio una mirada, tras la cual se levantó como si lo que estábamos haciendo solo fuera otro trámite más.
Ni siquiera se inmutó cuando dijo:
—Surgió algo, dejemos la firma del vínculo para otro día, ¿sí?
Y así como así, se fue.
Me dejó sentada sola, rodeada de parejas vinculadas, todas irradiando esa vibra empalagosa de «felices para siempre».
¿Por qué?
Porque Elena, su querida compañerita de manada desde la infancia, se había torcido el tobillo durante el entrenamiento de velocidad de manada, tratando de seguir el ritmo de los lobos avanzados cuando apenas había pasado los aspectos básicos.
Diez minutos después, recibí un mensaje:
«La lesión de Elena es medio seria y tengo que quedarme con ella. Movamos la boda, ¿está bien?»
Solo era una vez más, como tantas, que Diego la elegía a ella por encima de mí. Pero esta vez…
No hubo lágrimas, súplicas o rabia de mi parte.
La empleada me dirigió una mirada silenciosa, como si ya supiera cómo terminaba la historia.
—Señora... ¿aún desea proceder?
Saqué mi teléfono, no esperé a que él cambiara de opinión. Negué con la cabeza y marqué a casa.
En el momento en que mi hermana Beta contestó, dije:
—Dile al Alfa, a papá, que regresaré a La Cresta hoy.
Hubo una pausa, tras la cual me preguntó:
—¿Estás segura?
—Sí —dije, poniéndome de pie, con voz firme—. Ya terminé aquí.
Y, así como así, me fui.
No solo del edificio, sino lejos de él.