Lizbeth Weber, una maestra de medio tiempo, anhela tener un hogar lleno de amor como el que nunca pudo tener. Sin embargo, cuando piensa que por fin ha encontrado al hombre perfecto para lograrlo, es rechazada por él el mismo día que se cruza en el camino del tercer heredero de una de las tres familias más poderosas del país. Sebastián Barrett, un hombre independiente que odia que sus logros sean medidos por su gran apellido o por la fortuna de su familia, CEO de una empresa televisiva, solo quiere una sola cosa en la vida: estar solo, esperar a que su corazón se libere de la carga de un amor que solo le causó dolor, y así encontrar a una buena mujer, sin importar su estatus social. Sin embargo, su abuela, aparte de ser clasista, es una anciana que quiere manejar a cada miembro de su familia como si fueran marionetas. Lo compromete sin su consentimiento con una heredera solo para aumentar la fortuna familiar. Él se dispone a darle una lección a su abuela: necesita a una mujer humilde para convertirla en su esposa por contrato. Cuando Lizbeth irrumpe en su vida de una manera nunca imaginada, convirtiéndolo en el blanco de un gran escándalo, ve que ella es la mujer perfecta para ese papel. —¿Estás dispuesta a ser mi esposa por contrato durante dos años? —le propuso Sebastián Barrett a Lizbeth Weber. ¿Aceptará Lizbeth este trato estando embarazada de otro?
Leer más"No me gustas. En realidad, debo confesarte que mientras estaba contigo, tenía a otra mujer, pero a ella sí la quiero y nos vamos a casar", estas palabras dichas por el hombre que amaba con locura, retumbaban en la mente de Lizbeth Weber como un eco cruel de su realidad. Mientras cruzaba la calle, sentía que su mundo se estaba derrumbando. No podía llorar, aún estaba en shock. La habían utilizado de la manera más tonta.
El ruido de la calle invadió su mente caótica mientras las luces de los coches formaban un telón parpadeante a su alrededor. Los colores vivos de los autos, las voces distantes de la gente, todo parecía un escenario distorsionado en tanto ella luchaba por mantener su compostura en medio del derrumbe emocional.
—¡¿Cómo pudo hacerme eso?! ¡Grandísimo idiota! — Las palabras escaparon de sus labios con una mezcla de rabia y desconcierto.
A mitad de la calle, sus piernas no se movían. Sentía que todo giraba a su alrededor. Todo pasaba rápidamente frente a sus ojos, y ni siquiera el sonido de un claxon que era presionado insistentemente era capaz de sacarla de su letargo. A pesar de que la señal de tránsito estaba en rojo, seguía en medio de ese torbellino, luchando por respirar, por mantenerse a flote en ese mar de caos.
—¿Qué le pasa a esa chica? ¿Estará buscando que la atropellen? — gritó Sebastián desde el asiento trasero de su coche, pasándose una mano por el cabello con aspereza y respirando frenéticamente, mientras se controlaba para no enfurecer.
—En el mundo hay muchas personas locas — rezongó entre dientes para sí mismo, y el sonido de una notificación en su teléfono lo hizo sacarlo del bolsillo interno de su traje.
"Sebastián, querido nieto, te escribo para informarte que esta noche tenemos una cena con la familia Fischer. Recuerda que no debes hacer esperar a tus futuros suegros. Anabel Fischer es la mujer perfecta para ti, una abogada con su propio bufete y heredera del conglomerado Atlántico. A diferencia de esas arribistas que te rodean y que solo buscan adueñarse de nuestra fortuna, ella tiene la suya", leyó el mensaje de su abuela apretando el teléfono entre sus manos, a la vez que sentía cómo la cólera hacía hervir su sangre.
Odiaba que le estuviera buscando una esposa, solo basándose en el valor de sus riquezas, sin importarle lo que él sentía. Aunque había creado sus negocios por aparte para desligarse de la fortuna familiar, su abuela dominante quería seguir complicándole la vida, creyendo que tenía derechos sobre él, un hombre independiente, alguien que no necesitaba hacer alarde de su gran apellido o riqueza.
—Me casaré con la primera chica pobre que esté dispuesta a ser mi esposa, abuela. Te mostraré que a Sebastián Barrett no lo domina nadie — aseguró el alemán muy firme, sin dejar de ver el mensaje, y una sonrisa ladina se dibujó en su rostro.
—¿Qué hago, señor Barrett? Esta señorita nos está impidiendo el paso — le preguntó el conductor sin alejar la mirada de aquella chica, que se notaba mal.
—Si está realmente herida, llévala al hospital y paga las facturas médicas que correspondan. Pero si es un fraude, demándala. No me hagas perder mi precioso tiempo— ordenaba en el mismo momento en que la joven se derrumbó frente al coche.
….
—¿Dónde estoy? — murmuró Lizbeth, aun con los ojos cerrados, escuchando de fondo el ruido de unas voces lejanas del personal médico que se mezclaban con el zumbido de la maquinaria y el leve olor a desinfectante. —¡Es un hospital! — Afirmó, escandalizada, sentándose de golpe, y viendo todo borroso. Comenzó a tocarse la cara y a tantear el lugar en el que estaba.
—¡Mis lentes! ¿Dónde están? — "Señor Barrett, felicitaciones, su esposa está embarazada", escuchó decir un doctor mientras entrecerraba sus ojos para verles los rostros a él y al hombre de traje gris que estaba junto a su camilla.
Las palabras del doctor resonaron como un eco distante en su mente confusa. Lizbeth no podía asimilar que estuvieran hablando de ella. Se tocó el vientre con incertidumbre y desconcierto.
—Se equivoca, no conozco a esta señora — le respondió Sebastián al doctor.
—Lo siento — se disculpó el médico apenado.
—No… no puedo ser yo, no puedo estar embarazada — musitó con abnegación, sacudiendo la cabeza para los lados. Su corazón latía con fuerza mientras digería la revelación inesperada, que la estaba dejando en un estado de desconcierto total.
—Sí, señorita, usted está embarazada — le rectificó el doctor antes de retirarse, provocando que Lizbeth empezara a llorar desconsoladamente.
—¡No puedo tener un hijo de ese hombre engañoso! ¡Por favor, dígame que está equivocado, se lo suplico! — gritaba aturdida, sin saber qué hacer. Sentía que su cuerpo se estaba sumergiendo en el fondo de una gran fosa profunda y con cada segundo que pasaba, su vida se iba extinguiendo.
—Pagaré la factura médica, aunque no me corresponda — le dijo ese hombre de voz fría e indiferente, mientras daba media vuelta para irse. Pero Lizbeth atrapó una de sus manos.
—Ayúdeme, por favor, señor —. Sebastián se quedó rígido al escuchar su ruego.
Por otro lado, Alexa, después de cumplir una condena de 5 años de prisión, había empezado de cero. Aprendió que la vida no era color de rosa. Siendo una ex convicta y sin un título universitario, le resultaba complicado conseguir un empleo digno. Tuvo que conformarse con trabajos mal remunerados: como limpiar baños, hacer tareas domésticas, y trabajar como camarera en cafeterías o restaurantes de comida rápida. Hubo meses en los que sus ingresos no alcanzaban para pagar el alquiler, las facturas y alimentos. Sin embargo, de manera sorprendente, cada mes encontraba una canasta en su puerta con comida suficiente para todo el mes, además de un sobre con dinero para cubrir sus gastos. Encontrar esta canasta siempre la hacía llorar hasta quedar exhausta. Se sentía arrepentida, anhelaba comunicarse con Lizbeth, pero el miedo a no ser creída la detenía. Temía que su hermana pensara que solo la buscaba por interés.No obstante, actualmente, la vida de Alexa había tomado un giro positivo. E
Habían transcurrido trece primaveras.La familia estaba reunida en el espléndido jardín de la mansión, que se extendía bajo el suave abrazo del sol de la tarde. Como cada domingo, los adultos disfrutaban de la fresca sombra bajo un quiosco ornamentado con enredaderas florecientes y delicadas luces colgantes, mientras los niños corrían y jugaban entre parterres de flores multicolores y altos árboles frondosos. Sin embargo, los gemelos, ya en la plena efervescencia de la adolescencia, mantenían una discusión acalorada. A pesar de su indiscutible parecido físico, sus temperamentos contrastaban como el día y la noche.—¡Chicos, ya es suficiente! ¡Dejen de pelear! Parecen enemigos — los interrumpió Lizbeth con una voz firme, pero teñida de exasperación. Estaba sentada al lado de su amado, quien, después de esos trece años, seguía siendo el mismo esposo amoroso y consentidor.La expresión de Lizbeth, usualmente serena y alegre, se veía apenas alterada por una arruga de preocupación en su
Con los ojos desorbitados y el cuerpo tembloroso, Lizbeth, quedó paralizada por el shock. Lo siguiente que vio la dejó aún más aturdida: Nicolás, herido y tendido en el suelo, se atrevió a disparar su arma hacia los policías, quienes no tardaron en responder, disparándole a la cabeza.—¡Liz!— la llamó Sebastián con terror, mientras se abría paso corriendo hacia ella. Lizbeth, desorientada y con los ojos nublados por las lágrimas, avanzó hacia él. Pero cuando él la envolvió en sus brazos, ella cayó desmayada entre ellos, con el cuerpo flácido y frágil. Inmediatamente, Lizbeth fue trasladada al hospital más cercano. A la entrada del área de emergencias, varias especialistas esperaban, preparadas para actuar. Sebastián, sintiendo que cada latido de su corazón era un grito de angustia, corría al lado de los paramédicos que empujaban la camilla a toda prisa. Al momento de entrar al quirófano, una enfermera con el semblante sereno, pero firme, le bloqueó el paso.—Por favor, espere aquí,
—Mejor dispara a mi cabeza. Ponle fin a mi sufrimiento, te lo suplico —rogó Lizbeth, llorando desgarradoramente.Nicolás, que tenía su palma abierta y temblorosa hacia Lizbeth, se quedó con la mano extendida. Y sus ojos, empañados por la desilusión y el dolor, se clavaron en los de ella.Lizbeth, por su parte, permanecía con los dedos clavados al asiento del auto con tanta fuerza, como si la vida misma dependiera de ese precario sostén.—¿Tanto me desprecias? — le preguntó Nicolás con voz rota por la angustia.—Sí, prefiero morir a estar a tu lado, así que mátame de una buena vez —espetó Lizbeth con dureza, con una mirada tan llameante y más filosa que cualquier espada.—No tengo la capacidad de dañarte, eres mi único deseo en esta vida. Y si te asesino con mis propias manos, perderé el escaso espacio de humanidad que me resta —confesó Nicolás en un susurro agonizante.Se dispuso a obligarla a salir del coche con movimientos bruscos, mientras Lizbeth se lamentaba internamente. No podí
Lizbeth sintió un escalofrío recorrer su cuerpo y el horror pasaba por sus ojos mientras veía en el video cómo la figura de Sebastián, impasible frente a la entrada de la empresa Barrett, estaba vulnerable en el momento que abría la puerta trasera de su auto y una furgoneta lo atropellaba. El corazón de Lizbeth pareció detenerse ante la expectación del impacto; no obstante, el video se cortó bruscamente, pero el temor se apoderaba de ella mientras suponía lo peor. Sin la firmeza de Nicolás sosteniéndola, Lizbeth habría caído de rodillas al suelo, con sus piernas incapaces de soportar el peso de la angustia que la embargaba.—Esto también lo creaste con algún programa, ¿verdad? ¿Quieres lastimarme? — susurró Lizbeth con voz entrecortada antes de dejar caer la tablet con un golpe sordo.—Soy inteligente, no un mago— replicó Nicolás con frialdad y carente de empatía, sin rastro de arrepentimiento en su mirada. — ¿Cómo piensas que puedo crear algo así? Esto ocurrió antes de que llegar
Como parte de su ritual matutino, Sebastián se había ido a la empresa con las primeras luces del alba, cuando la ciudad comenzaba a desperezarse lentamente. Mientras tanto, Lizbeth, quien había acordado reunirse con él para comprar ropita para sus bebés, bajaba en el ascensor de cristal, contemplando la vista panorámica de la ciudad que empezaba a cobrar vida. Su teléfono, un elegante modelo de última generación, vibró en su mano con la urgencia de una llamada entrante. “¡Amiga, por favor, mátame!”, clamó Milena a través del altavoz, con la voz angustiada, algo rasposa y teñida de una resaca. Una sonrisa se dibujó en el rostro de Lizbeth, iluminándolo todo con su resplandor juguetón. “Aunque es una oferta tentadora, debo preguntarte por qué quieres morir”, respondió ella con ojos brillantes de diversión, mientras una carcajada escapaba de sus labios pintados en tono coral. “Realmente quiero morir. No... no, merezco morir. Sí, lo merezco”, replicó Milena. Lizbeth frunció el ceño
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