Aquella anciana de rostro severo, con sus maneras tan altaneras, había provocado un inmenso desasosiego en Lizbeth. Ella realmente no sabía cómo actuar.
Al fin y al cabo, no podía ofenderla: en primer lugar, era una persona mayor, ya anciana, y no quería ser culpable de que algo le ocurriera; por otro lado, era la abuela de su esposo, y aunque este matrimonio fuera falso, no podía provocar un disgusto en la señora.
Ambas, tanto la anciana como su acompañante, se quedaron observándola como si estuvieran en un pedestal y Lizbeth fuera su subordinada y tuviera que rendirles tributo.
En ese preciso momento, maldijo a Sebastián: él debería haber previsto esta contingencia, conocía a esta señora y sabía de lo que era capaz. Entonces, ¿por qué la dejó aquí sola para enfrentarse con ella?
No le quedó otro remedio que tratar de conciliar la situación; su profesión le había enseñado algo, y era a lidiar con personas altaneras como ella.
—¿Qué esperas para moverte? Ve por tus cosas, vámonos, mu