Al segundo día de que Aitana salió del país, Mía no esperó más: ordenó a las empleadas cambiar todas las cortinas y alfombras por las de su gusto.
Al atardecer, Dylan cruzó la puerta y frunció el ceño. Un par de trabajadores cargaba el escritorio de caoba del despacho de Aitana; encima iban su pluma favorita y varios libros subrayados.
—¿Qué están haciendo?
La voz baja, cortante, dejó al salón en silencio.
—Señor… —balbuceó una de las empleadas—, la señorita Mía dijo que aquí entra mucha luz y quiere convertir este cuarto en estudio de pintura…
—¿Estudio de pintura? —la mirada de Dylan se oscureció—. ¿Y cuando Aitana regrese?
Nadie respondió. Todos sabían que, estos días, Mía ya había mandado desaparecer más de una cosa de Aitana. Las intenciones de Mía eran un secreto a voces.
Entonces se oyó una voz suave detrás de él.
—No las regañes. Yo se los pedí —Mía avanzó en la silla de ruedas, pálida, con esa fragilidad cuidadosamente cultivada—. Solo quiero pintar un poco más estos últimos d