Leonardo era el heredero de la Corporación Castillo, un consorcio naviero con rutas en medio mundo. Había subido a aquel barco para revisar en campo la operación de varios puertos.
La notó en una cena de gala a bordo. Aitana estaba en una mesa lateral, los dedos largos volando sobre el teclado, ajena al brillo del salón.
Leonardo no se acercó de golpe. Levantó apenas la mano y el mesero llevó hasta su mesa un jugo de naranja recién hecho. Él se quedó, discreto, recargado en la barra, mirándola trabajar.
No habrían cruzado más que una mirada… hasta que un pasajero borracho armó escándalo y trató de pasarse con Aitana. Leonardo se interpuso y lo sacó del lugar sin ruido. Desde esa noche, empezaron a hablar.
Fue entonces cuando supo que Aitana escribía novelas.
—¿Qué escribes? ¿Me dejas leer? —preguntó, inclinándose lo justo; las yemas quedaron en el respaldo del sofá, los ojos a un lado de la pantalla, sin invadir.
Aitana detuvo los dedos, lo miró de perfil y sonrió.
—Claro.
Le envió el