Cayó la tarde y se encendieron las primeras luces de la ciudad. Dylan estaba de pie junto al río; la luna le ponía una capa de escarcha en la cara.
Frente a él, un hombre atado de pies y manos se arrodillaba y no dejaba de golpear la frente contra el suelo.
—Señor López, se lo ruego… ¡por favor, suelte a mi hijo!
Uno de los asistentes empujaba una carriola; las ruedas quedaban a un paso del agua.
—Dime la verdad, y lo dejo ir.
Un brillo de pánico cruzó los ojos del hombre, Luis Navarro.
—No… no entiendo de qué me habla…
—¿No entiendes? —Dylan sonrió sin calor—. Te doy tres segundos.
Alzó la vista hacia la carriola.
—Cuando llegue a uno, si no escucho algo útil, tu hijo se va a donde tiene que ir.
—Tres… —la voz retumbó sobre el agua.
—Dos…
La carriola se inclinó apenas hacia la orilla. El hombre se desmoronó.
—¡Yo hablo, yo hablo!
Las palabras le salieron atropelladas:
—El video con maldiciones en la ceremonia de despedida, lo del barranco, el incendio en la galería… ¡todo fue armado p