El invierno londinense se aferra a la ciudad con garras grises y húmedas, pero dentro de la Fundación Aurora, la calefacción geotérmica murmura su calor constante y el sonido de un violín desafía la penumbra exterior. Es Eliana, ahora de diecisiete años, practicando con una intensidad que traspasa las paredes de su estudio. Su música ya no es la de una niña prodigio; es profunda, interrogante, llena de un peso emocional que a veces preocupa a Olivia.
Olivia observa desde la puerta, sin ser vista. Ve la tensión en los hombros de su hija, el ceño ligeramente fruncido. Algo le pasa. No es el estrés del próximo concierto en el Royal Albert Hall. Es otra cosa. Más oscura. Más personal.
"Eliana", dice suavemente, entrando.
El sonido se corta. Eliana baja el arco, pero no se vuelve de inmediato. "Mamá."
"Esa pieza... es nueva. Es hermosa. Pero duele escucharla."
Finalmente, Eliana se gira. Sus ojos, del mismo color avellana que los de Olivia, están nublados por una confusión que Olivia no ha