La suite de hotel de cinco estrellas era una jaula dorada. Alistair Finch observaba desde el ventanal la ciudad que se extendía bajo sus pies, pero su mente estaba a kilómetros de distancia, en el salón comunal del Edificio Aurora, fija en los ojos de Olivia Winchester. Esa mirada no era de filantropía; era de pánico contenido. Una mujer que interpretaba un papel con la destreza desesperada de quien sabe que el escenario puede venirse abajo en cualquier momento.
Mientras los demás residentes se deleitaban con las sábanas de algodón egipcio y el servicio de habitaciones, Finch abría su viejo portátil. La "generosidad visionaria" de los Winchester olía a podrido. Un ingeniero no creía en milagros corporativos; creía en causas y efectos. Si Hale Enterprises estaba gastando una fortuna en reubicarlos y en una "renovación de lujo", era porque el coste de no hacerlo era aún mayor.
Su primera llamada fue a un antiguo colega, aún en el departamento de urbanismo. La conversación fue corta y ev