Capítulo 5

Michael soltó un suspiro de alivio al ver a la niña entre la multitud. El corazón se le había encogido durante aquellos minutos de incertidumbre; Mia era su responsabilidad directa, y solo pensar en lo que Max diría si algo le pasaba estando bajo su cuidado le provocaba un escalofrío. No podía permitirse un error. No con ella.

A paso firme, se abrió camino entre las personas que iban y venían con prisa, sin apartar la vista de la pequeña. El alivio se transformó en desconcierto al notar que Mia estaba aferrada como una enredadera a una mujer desconocida. Una mujer de rostro corriente, cubierta de pecas y con un aire tan sencillo que, a primera vista, parecía insignificante. Sin embargo, algo en la escena le resultaba extraño.

Mia no era una niña fácil. Nunca se entregaba tan rápido a los brazos de nadie. Y aun así, allí estaba, abrazando a esa mujer como si temiera perderla, llamándola “mamá” una y otra vez.

Olivia, por su parte, no sabía cómo reaccionar. Sentía el calor de los pequeños brazos rodeándola y, aunque sabía que no debía, una parte de ella quería quedarse así, como si ese abrazo la redimiera de todos los años de vacío. Noa, a su lado, mantenía un ceño fruncido y los ojos húmedos, celoso de aquella niña que parecía querer arrebatarle el lugar que siempre había sido suyo.

—Mia —la voz de Michael sonó firme, casi autoritaria, al llegar junto a ellas—. Ven conmigo, pequeña.

La niña negó con fuerza, hundiendo más el rostro contra el pecho de Olivia. Su llanto silencioso empezó a humedecer la tela de la chaqueta. Olivia la acarició con ternura, pero la incomodidad crecía. No podía permitirse llamar la atención, no ahora, no aquí.

—Cariño, escucha a tu papá —susurró con dulzura, intentando convencerla—. Debes ir con él.

Michael alzó una ceja ante esas palabras. ¿“papá”? Aquel vínculo improvisado entre ambos era, cuanto menos, erróneo. Pero no había tiempo para corregirla. Tenía que llevársela.

Con decisión, sostuvo a Mia entre sus brazos, separándola a la fuerza de Olivia. La niña extendió las manitas hacia ella, los ojos inundados de lágrimas, como si la estuvieran arrancando de algo que no quería soltar.

Olivia contuvo el impulso de hacer algo más. Así que, con el corazón desgarrado, tomó a Noa de la mano y comenzó a caminar hacia la salida.

—Mami… ¡Mami! —la voz de Mia rompía el aire como un cristal al quebrarse.

Michael la sostuvo con fuerza, ocultando la inquietud que se agitaba en su interior. No entendía qué significaba aquella conexión, pero algo en el brillo de los ojos de esa mujer le decía que nada era tan simple como parecía.

La mansión Brook estaba en silencio cuando Michael cruzó el umbral con Mia en brazos. La niña no había pronunciado palabra desde que la separó de aquella extraña en el aeropuerto. Incluso rechazó su helado favorito, lo que para cualquiera habría sido una señal insignificante, pero para él era como una alarma estridente.

En cuanto sus pequeños pies tocaron el mármol del vestíbulo, Mia corrió escaleras arriba, ignorando a todos, hasta perderse en la penumbra de su habitación. Michael la siguió con la mirada, sintiendo una punzada de culpa. Sabía que esa expresión en su rostro significaba problemas. Peores que de costumbre.

Se dio la vuelta lentamente, tragando saliva, y ahí estaba: Max. Sentado en el sofá con la serenidad helada de un depredador que espera. Llevaba una camisa negra que resaltaba sus hombros firmes y su porte impecable, junto a un pantalón oscuro que delineaba su figura atlética. Su rostro, perfectamente cincelado, no dejaba entrever emoción alguna, pero sus ojos, fríos como el acero, se clavaron en su hermano menor con la intensidad de un cuchillo.

—Dime, Michael… ¿qué le hiciste a Mia? —su voz era tan baja como peligrosa.

El estómago de Michael se contrajo. Conocía ese tono, y sabía que bastaba una respuesta equivocada para terminar contra la pared. Levantó las manos, exasperado.

—¡Por el amor de Dios, Max! ¿Qué crees que podría hacerle? Jamás me atrevería. Si acaso… ¡rezaría porque ella me perdone! —su voz se quebró un poco, y luego, con una determinación inusual, añadió—. Pero esta vez… pasó algo increíble.

Los ojos de Max se entrecerraron, atento.

—Habla.

Michael respiró hondo, buscando palabras.

—Mia habló.

Por un instante, la dureza de Max se suavizó. Sus labios se curvaron apenas en una sombra de sonrisa, como si hubiera escuchado un milagro.

—¿Habló? ¿Entonces… el tratamiento funcionó? ¿La intervención con el profesor James en Ferro fue efectiva al fin?

Michael negó con la cabeza, moviéndose inquieto de un lado a otro.

—No, no fue por eso. Estuve presente. James solo aplicó lo mismo de siempre. Nada diferente.

La sonrisa se borró del rostro de Max, reemplazada por un ceño fruncido.

—Entonces, ¿qué lo provocó?

Michael dudó, pero sabía que debía decirlo todo.

—Fue en el aeropuerto. Mia conoció a una mujer… no debía tener más de veintitantos años. No sé qué vio en ella, pero… la abrazó como si la conociera de toda la vida. La llamó “Mami”. Varias veces. —Su voz bajó al recordar la escena—. Nunca la había visto tan desesperada. Cuando la separé, lloraba como si la estuviera arrancando de su propia madre.

El silencio se hizo pesado en la sala. Max apoyó los codos en las rodillas y entrelazó las manos, pensativo. La mención de esa palabra, “Mami”, tenía un peso que ninguno de los dos podía ignorar.

Michael continuó con voz baja, casi temerosa:

—¿No es extraño? Sabemos que Mia y Tomás son hijos de Maia Blake. Pero en cinco años, Mia jamás le ha dicho nada. Nunca una palabra. Y de pronto, frente a una desconocida… habla. Y le llama “mamá”.

El desconcierto cruzó los ojos de Max, aunque lo ocultó tras su semblante impenetrable. Había aprendido a no mostrar debilidad, ni siquiera ante su hermano. Aun así, por dentro, el recuerdo de las lágrimas de Mia y la imagen de aquella mujer desconocida comenzaron a clavarse en su mente.

—Descríbemela —ordenó al fin, con voz dura pero controlada.

Michael tragó saliva y asintió.

—Tenía un rostro… común. Pecas, nariz chata. Nada llamativo. Pero te juro que había algo en sus ojos, en cómo la miraba Mia… No era una mujer cualquiera, Max. No lo parecía.

Max se recostó lentamente en el sofá, su mirada fija en la nada, como si calculase algo en silencio. Sus dedos tamborilearon contra su rodilla. No estaba dispuesto a admitirlo, pero la sospecha había prendido como chispa en la pólvora: lo que ocurrió no era casualidad.

La vida le había enseñado a desconfiar de lo inexplicable. Y esa mujer, quienquiera que fuera, acababa de cruzar un límite invisible en el mundo de los Brook.

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